12. A mi lado

1.3K 117 27
                                    

Llevo dos noches soñando con pianos... Bueno, más bien, con teclas. Blancas y negras. Se extienden ante mí, como un camino. Y, al pisarlas, van emitiendo sonidos, van formando melodías... A veces, se corresponden con mis canciones. Pero otras no. Otras no son más que notas sin sentido. Pero sueño que les pongo palabras a esas notas...

Sin embargo, lo más increíble es la sensación de libertad. Me imagino saltando hacia delante y hacia atrás en el teclado, acompañando a las notas con mi voz, cantando las melodías de mis canciones... Se está tan bien en este mundo... Solo me falta Amaia. Y anoche me recorrí todo el camino buscándola.

¿Dónde estás, Amaix? Ven conmigo. Aquí estamos mejor...

Pero la luz del día llega inevitablemente y, con ella, la cruda realidad. Aunque ya empiezo a dudar que esta sea más real que mis sueños. ¿Por qué habría de serlo? Sobre todo, con días de mierda como el de hoy.

Ayer la rehabilitación tuvo un pase. Tanto la fisio como el logopeda simplemente trataron de definir lo que yo ya sabía hacer, como apretar la mano o lanzar un grito, en vez de un gruñido. Y me enseñaron a fijar el camino.

Pero yo eso ya lo sé. El problema no es el camino. El problema son las puertas cerradas. Necesito aprender a abrirlas. Pero, después de las sesiones de hoy, dudo de que ellos vayan a ser capaces de ayudarme.

Hoy solo he sentido que me daba golpes contra las puertas, como si derribarlas fuera la mejor manera. Trataba de repetir lo que ellos me pedían, de realizar los movimientos... Pero no me salía. Ha sido un desastre. No quiero derribar la puerta. Quiero abrirla.

Y, el hecho de ser incapaz de decírselo a cualquiera de ellos, no hace sino ponerme de peor humor. Aún me dura el enfado cuando llego a la habitación.

Paciencia, Alfred, paciencia. ¿Recuerdas el trato?

Pero hoy es uno de esos días en los que, si las cosas pueden ir a peor, irán. Sin lugar a dudas. Porque entonces la veo aparecer: la silla eléctrica. Mi nuevo instrumento de tortura.

Se me forma un nudo en la garganta inmediatamente, y busco la mirada de Amaia. Pero ella me esquiva, y veo que se muerde el labio.

No, Amaia, no. No me hagas esto. Tú no. No sientas pena por mí...

Veo cómo se acercan los auxiliares y enfermeros a mí, para moverme de la cama. De repente, me parecen gigantes amenazadores, que vienen a sacarme de la seguridad de la cama. Y no es que no me hubieran movido ya muchas veces... Pero nunca habían estado ellos delante: mamá, papá y Amaia. Sobre todo, Amaia.

¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué voy a hacer? No quiero que me toquen, no quiero que nadie me toque.

Dejadme en paz. No quiero la silla. No la quiero.

Quiero quedarme en la cama. Quiero quedarme en mi mundo de notas y pentagramas. Pero, de alguna forma, esta vez el cuerpo no me responde. Me he quedado paralizado. Querría patalear, evitar que nadie se acercase a mí. Pero, en el fondo, sé que es inútil. Volverían mañana, y al día siguiente, y al siguiente. Por más que me pese, es algo que tendré que enfrentar tarde o temprano.

Pero duele. Duele más que la rehabilitación.

Empiezan a moverme, y se me escapa una lágrima a causa de la rabia. Querría gritar, pero ni eso puedo. Estoy tan tenso ante este contacto que no deseo, que noto mis extremidades muy tirantes. Especialmente mis manos. Se me han agarrotado los dedos.

Dejadme. Por favor, dejadme.

Mamá, sin embargo, parece que se ha aliado con ellos. Les pregunta todo el tiempo sobre la mejor manera de hacer esto o aquello, de colocarme, de ayudarse para que yo sea menos pesado. Porque eso es lo que soy, un peso muerto.

El camino a casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora