43. Gracias

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Empezar a ver crecer la barriguita de Amaia día a día es una de las cosas más fascinantes que hay en la vida, sobre todo, sabiendo que la criaturita que crece en su interior es nuestro bebé.

-Un bebito dento de un bebote –le digo a Amaia, una mañana que ella se acaricia la incipiente barriguita frente al espejo del armario del hotel. La abrazo por detrás y también se la acaricio. Amaia se recuesta sobre mí y aprovecho para darle un beso en el cuello-. ¿Quién es más bebé?

Nuestros padres se lo toman con la consecuente alegría y no se sorprenden cuando les comunicamos que seguiremos con los conciertos de la gira tal y como estaban programados, mientras Amaia se encuentre con fuerzas y ganas. Nuestro primer hijo pisaría los escenarios desde el primer momento, en el vientre de su madre, y eso no dejaba de hacernos especial ilusión a los dos. Y parece que a él o a ella también, porque la primera vez que lo sentimos moverse los dos, Amaia estaba tratando de tocar el ukelele sobre su barriguita, una tarea que cada vez se le volvía más complicada. Jamás olvidaré esa cara.

-¿Y no podemos hacer la versión sin instrumento? –se queja mi cuquita, tratando de colocar el ukelele de la mejor manera, con poco éxito.

Ay, Amaix... Sabes que si yo pudiera lo haría por ti. Pero mis dedos quieren negarse a obedecer...

Pero, aunque no se lo digo en voz alta, ella debe de interpretarlo en mi cara, porque trata de dar algunos acordes en esa posición y luego me sonríe con ojos iluminados y me acaricia la cara. Y es justo cuando vuelve a los acordes de la canción, cuando la veo pegar un salto. La miro extrañado, pero entonces ella busca mi mano rápidamente.

-Se ha movido, Alfred. ¡Se ha movido! –añade, muy excitada, sin poder contener la risa de la emoción-. Es la primera vez que le noto tanto. ¿A ver?

Deja el ukelele a un lado y tantea su barriga con mi mano. El corazón me late con fuerza. ¿Podré sentirle yo también? Pasa algún tiempo sin que ocurra nada.

-Vaya, se ha parado –murmura Amaia, frunciendo el ceño.

No puedo evitar un acceso de desilusión. Pero entonces veo cómo la mirada de Amaia se ilumina y suelta mis manos.

-No las quites de ahí, ¿vale?

Asiento, un poco desconcertado, pero veo cómo ella coge el ukelele, se lo posiciona como antes, encima de la barriga, que se vuelve a acariciar con la mano que le queda libre.

-Vamos, cuqui, demuéstrale a papá que estás ahí –le susurra, mientras vuelve a tocar los acordes de la canción y empieza a cantar, con una sonrisa. Yo no puedo dejar de estar concentrado en mis manos sobre su barriga.

Y entonces siento la patada que da. Y después otra. Me empiezan a caer los lagrimones de la emoción. Veo cómo Amaia también se emociona y acaba dejando el ukelele de nuevo. Pero ahora nuestro bebé parece que reclama más música, porque sigue dando algunas pataditas. No puedo evitar agacharme y apoyarme sobre su vientre, sintiendo más fuerte que nunca el deseo de poder vocalizar bien de una vez, para poder cantarle todas las canciones del mundo... Y de nuestro mundo. Doy las notas del nombre de Amaia con la voz.

-¿Das oyes, cuqui? Ese es eh nombe de mamá –le digo, volviendo a repetírselas.

Amaia, por toda respuesta, se recuesta un poco para que yo pueda apoyarme mejor y empieza a acariciarme el pelo, mientras que yo sigo entonando diversas melodías.

-Va a ser músico como tú –me susurra.

-No, va a seh como tú. ¿Vegdá que sí, cuqui?

Y otra pequeña patadita viene a confirmármelo, que me lleva de vuelta a mi imagen de las dos juntas, que ahora se superpone con otra, la de su primera ecografía. La primera vez que le vimos, cuando apenas era un corazón que latía con fuerza.

El camino a casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora