3. La losa

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De nuevo me llama.

Esta vez son solo palabras. Siento su voz, su preciosa voz, cascada. Quizás por el esfuerzo, o por las lágrimas. O por todo. Porque algo me ha pasado, y no sé si puedo solucionarlo.

Y reconocerlo me parte el alma, me desgarra el corazón y las entrañas... Pero no tengo forma de exteriorizarlo. Ni siquiera eso. Solo la tengo a ella. Mis notas. Casa.

Junto a su presencia, ubico un roce. Continuo, suave. ¿Está tocando mi cara?

Mi mente se transporta de nuevo. Pero ahora no son recuerdos oscuros, como la última vez, sino luminosos. Donde su sonrisa, sus caricias, su risa y su amor lo llenan todo, lo iluminan todo, y me renuevan por dentro.

Empiezo a distinguir sus palabras, cada vez más claras. Toman forma en mi mente, primero en conjunto, luego una a una. Como una melodía que se va desgranando en las notas que la forman, pero que solo un oído experto es capaz de distinguir. Así es su voz para mí, una melodía inscrita en mi corazón.

Y comprendo que me quiere llevar de vuelta a la música. La que compartimos. La que nos unió. La única que puede traerme de vuelta. Y con la nota que lo llena siempre todo: el amor.

-Porque el amor y la música siempre ganan –me susurra. Y creo, casi con toda certeza, que se encuentra muy cerca de mi oído.

Sus palabras me provocan una reacción involuntaria, como si se me erizara todo el vello. Quizás lo hace, no lo sé. Lo único que sé es que quiero estar de vuelta con ella.

Pero se hace el silencio, aunque aún la siento a mi lado. No se ha ido.

Y vuelvo a hacer el esfuerzo. Vuelvo a buscar el camino, y vuelvo a recorrerlo para ir a su lado. Y me sorprendo, porque esta vez es más rápido hallarlo. Quizás ya voy recordando.

Me la encuentro frente a mí. Esta vez con los ojos cerrados. Sigue siendo la misma niña pequeña que cuando la conocí. Juguetona, risueña, con sus mofletes.

Pero también veo sus ojos hinchados, y las ojeras. Y las arrugas en la frente, quizás a causa de la preocupación. Y la garra vuelve a atenazarme.

Algo me pasa. Quizás algo grave.

Entonces ella abre los ojos, y se sobresalta. Se me suaviza el corazón, y sonreiría si pudiera, pero no sé cómo. Lo intento y no lo encuentro. Otro camino perdido. Otro desgarro en mi corazón.

Veo su mano posarse en mi mejilla, con una caricia que siento muy real esta vez.

-Alfred... Alfred... -susurra. Veo las lágrimas asomarse a sus ojos. Querría recogérselas. ¿Pero dónde está mi mano? Noto que controla la voz, aunque le cuesta. ¿Está nerviosa?

Pero oír mi nombre en sus labios es una de las melodías más hermosas del mundo. Me pierdo en sus ojos. Cuánto los había echado de menos...

Amaia.

Quiero decir su nombre. Y entonces me doy cuenta.

-Alfred.

Otra voz me reclama, pero la evidencia ya ha caído sobre mí como una losa. Aun así, mis ojos se dirigen hacia la voz, y siento un punto de emoción al encontrarme cara a cara con mi madre.

-Cariño... También está aquí papá contigo –me susurra. Su voz me transmite mucho sosiego, como siempre.

Mamá... Sabía que estarías aquí.

También quiero decírselo. Pero ya es un hecho consumado. Sé que no puedo.

Mi madre se aparta de mi rango de visión, y comprendo que ha ido a avisar a papá, cuando este se asoma por mi otro lado. Dirijo mis ojos, primero a papá, después a mamá... Y, por último, a Amaia. Que sigue aquí, sin apartar la vista de mí. Sin apartarse de mi lado.

Un momento, un momento... Amaia... La evidencia sigue cayendo sobre mí.

-No trates de decir nada, cariño. Vamos a llamar al médico... Todo está bien.

La voz de mi madre suena tranquila, pero no se me escapa nada. Empiezan a confirmarse mis peores temores. El médico, y ese "todo está bien". Eso significa que nada está bien. Que la pesadilla del taxi fue real, demasiado real. Mucho más que en mi oscura memoria.

La losa me sigue aplastando. Siento cómo su peso se hace más y más lacerante. No sé si lo voy a poder soportar.

Y entonces caigo en la cuenta de que Amaia me está acariciando. Y no ha dejado de hacerlo en todo ese tiempo. La vuelvo a mirar. ¿Pero acaso eso es lo que quiero?

-Hola, Alfred... -me vuelve a susurrar, con la voz a punto de romperse. La noto coger fuerzas-: Estoy aquí... Contigo.

Me vuelvo a perder en sus ojos, pero esta vez con clara intención de decirle adiós. El esfuerzo que le ha supuesto esa última frase ha sido demasiado. No la quiero... No la quiero a mi lado. Quizás porque la quiero demasiado.

Esfuerzo. Eso es lo que me queda por delante. Esfuerzo para quitarme esta losa que me acaba de caer. Pero el peso es insoportable, no quiero que ella también lo sufra. Solo me queda una esperanza, pero sé que no va a funcionar.

Por eso, aprovecho los últimos momentos que me quedan a su lado. Me vuelvo a perder en sus ojos, como tantas veces, y a la vez tan pocas. Intento beber de ellos como si fuera mi última oportunidad. Quizás lo sea.

Porque entonces me decido. Llega el momento. Trato de abrir la boca y veo cómo mi rayito de esperanza se destroza en mil pedazos cuando sale de mí algo que ni siquiera consigo reconocer.

Duele. Duele mucho.

Y, de alguna manera, encuentro el camino para moverme. Para mover algo, no sé el qué. Veo manotazos, que supongo que son míos. Y le doy a Amaia, aunque ni siquiera sé cómo lo he hecho. Me lleno de miedo, ese mismo que he visto en sus ojos.

Estoy perdido, fuera de control. Y, con el corazón roto en mil pedazos, siento cómo me vuelvo al fondo del abismo...

El camino a casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora