17. Todas las que vengan

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Abro los ojos. Hoy sí he soñado, pero no ha sido un sueño claro, luminoso, como los que venía teniendo. Tampoco puedo decir que haya sido una pesadilla, entre otras cosas porque no me acuerdo de nada concreto. Solo veo sombras, bultos indefinidos. Y la sensación de frustración y angustia.

Oh. Eso sí. Eso no me va a abandonar nunca.

Entonces veo otro bulto en un lateral de la cama, y descubro que se trata de la cabeza de Amaia, con todo el pelo alborotado. Por un instante, se bajan mis defensas. ¿De verdad que se ha quedado dormida apoyada en el lateral de la cama?

Pero Amaia... Te vas a destrozar la espalda.

Se remueve, y veo su mano estirada, sobre la que apoya su cabeza. Sus dedos largos de pianista. Esos que tantas caricias me han brindado... Y, aunque ella opine distinto, a mí siempre me parecerán hermosos, tanto como ella. Se me estremece el corazón.

Pero no. No quiero que nadie venga al abismo conmigo.

No puedo arruinarte la vida, Amaia.

Entonces oigo el telefonillo de la puerta. ¿Quién será a estas horas? Agudizo el oído y, a los pocos minutos, oigo saludos, tras lo cual entra mamá en la habitación. Se desconcierta al ver la cama de Amaia vacía, hasta que la descubre en el suelo, medio recostada en un lateral de mi propia cama. Sonríe levemente y se acerca a despertarla, repitiendo el mismo proceso que dos días atrás.

-Ya ha llegado la a... para Alfred –le susurra a Amaia, mientras le acaricia el pelo con delicadeza. Se me escapa una palabra que dice muy deprisa-. Amaia, cariño, ¿tú no tenías algo hoy también? –Luego dirige la mirada hacia mí, aunque desde el principio sabía que estaba despierto-. Buenos días, mi niño.

Con que ahora, ¿eh? Le dirijo un gruñido por toda respuesta.

Amaia levanta entonces la cabeza y tarda unos segundos en ubicarse. Pero lo hace de repente, cuando descubre mi dura mirada sobre la suya. Y veo cómo se sonroja. No sé qué esperaba... Pero aparto los ojos. No quiero que se confunda. Sigo sin querer que venga al abismo.

Amaia busca el móvil, mientras mamá abre las cortinas para que entre la luz, y entonces pega un salto al darse cuenta de la hora que es. Seguro que llega tarde a algún sitio, como siempre. Se levanta de un brinco y sale de la habitación como una exhalación, después de haber cogido cualquier cosa del montón de ropa que tenía sobre una silla.

-¡¡Me meto en el bañooooo!! –grita por la casa.

Muevo la cabeza, y mis ojos impertérritos se topan con los de mi madre. A sus labios asoma una sonrisa tras ver la reacción de Amaia.

-De verdad que no entiendo cómo puedes hacerle esto –me susurra. Pero luego su gesto se endurece-. Y ahora, nada de tonterías. Quiero que te comportes con la persona que va a venir a ayudarme. Que para algo te hemos dado una educación tu padre y yo –añade, severa.

Mierda. La asistenta. Esa era la palabra que había perdido antes. Recuerdo vagamente haberlos oído ayer hablando sobre el tema, haciendo varias llamadas, pero no les quise prestar atención. Me negaba a creer que fuera verdad, pero sé que, en el fondo, me lo he buscado yo mismo. La amargura vuelve a mi boca. Puedo masticarla.

Gracias, mamá. Gracias por atarme con otra cadena más. Ya sé que nunca saldré del abismo.

Pero la mujer es muy capaz, y hace mucho más fácilmente aquello que a mis padres les cuesta tanto. Claro que también es una de las cosas más humillantes que me podrían haber pasado en la vida. Y, aunque siento cómo el nombre de Amaia quiere abrirse paso en mis pensamientos, no lo permito.

El camino a casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora