Era una noche estampada de luces. Me escapé de mi casa. Descalza y a tientas, pisé el suelo del patio, la fría y dura pizarra. Talía, esa chica que se hacía pasar por mi gemela, me esperaba fuera, sonriente. No la habría distinguido si no llega a ser por sus ojos verdes. Su pelo y piel morena se confundían en la oscuridad. Habíamos quedado allí para que me ayudara a transpasar un río. Era profundo y frío. Y estaba prohibido. Mi amiga se agarraba de un árbol mientras yo intentaba buscar rocas. Me helé hasta la altura del tobillo, pero mereció la pena. Estaba planeado que la luz de la luna llena nos ayudara. Por eso tenía que ser ésta noche, ella se haría pasar por mí.
Llegué al otro extremo y le dije a Talía que estaría allí justo antes del amanecer. Ella se fue rápidamente.
Antaño, nosotras, cinco chicas, habíamos jugado y reído aquí. Pero nos lo fueron prohibiendo. Y yo no lo soportaba más. Era un lugar espléndido: además de la belleza del río, había un estanque coloreado de azul. Hacía ya dos años que nadie se encargaba del prado. Las flores, las más altas de mi estatura, estaban llenas de color. Podía sentir el viento acariciando las hojas de los árboles. Podía ver cientos de pájaros y mariposas volando. Podía oler la fragancia de las flores. Podía oír cantar a los grillos. Y podía saborear una vez más el agua clara, pura y limpia. Me tumbé sobre la hierba fresca, dejé que el viento me acunara. Cerré los ojos un momento, después vi la hierba izándose sobre mí, y lo último que vi antes de empezar a caminar fue un pájaro. Le conocía. Dos años atrás le había cuidado cuando se cayó del nido. Entonces, apenas tenía un suave plumón. Extendí mi brazo. Por supuesto que sentía sus garras de águila sobre mi hombro, clavándose, pero no.protesté. Me limité a acariciarle.
Luego voló, aún lo recuerdo. Observé el cielo. El sol estaba saliendo perezosamente. Me tenía que ir. Talía me ayudó a volver. Solo podía pensar cuándo regresaría.
Podía sentir la pizarra otra vez bajo mis pies cuando un águila se elevaba alto. A la altura de la luna llena, se veía asombroso. Y, antes de abandonarla, su plumaje emitió un destello azul.
Cerré la puerta de mi habitación y, sin quererlo, suspiré. Quería volver a estar entre esa paz. Quería volver a estar en el campo prohibido.
Quería volver a ver a Kenneth