Ocho.

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Entre lágrimas Candy tomó una decisión un tanto extrema. Bloqueó a Emmanuel de WhatsApp. Y así pasó el tiempo hasta que el invierno llegó.

Emmanuel notó su grave error y no insistió más en enviarle mensajes. Sin embargo se puso como propósito que ayudaría a la misteriosa chica de piel pálida de la calle Sunflower. Candy pensó que quizás alejándose y seguir escondiéndose del mundo le traería paz interna, pero no era así. Cada vez que luchaba por no buscarlo se asomaba para ver a la hora que él regresaba del trabajo. Se sentía profundamente triste por dentro, sola.

Y no es que despreciara la compañía de su gato, si no que era imposible que no deseara ser normal si se trataba de Emmanuel y eso era algo con lo que no podía lidiar. Lo extrañaba y necesitaba poder conversar con alguien como una persona normal. Ahí estaba ella con su debate interno. Jamás había luchado o cuestionado su condición, jamás le había traído, según ella, algún problema. Si ella sólo estaba aparte de todo todo estaría bien. Pero había probado un poco del exterior, y esto la había hecho desear mas, pero al no poder tener mas la frustración y debate interno entraban en juego.

Solía lamentarse el haberlo conocido, el que él hubiese entrado, entre lágrimas y sollozos solía maldecir el momento en que su gata se había metido en su casa, se maldecia a ella misma por dejar la puerta abierta y traerse a ella misma tanto problema.

—Creo que mi existencia es patética —hablaba con su gato mientras su llanto cesaba y sentía cómo las lágrimas se sacaban en sus mejillas—. ¿Sabes? Me siento sola.

El atardecer se acercaba y mientras lo observaba desde la ventana de su habitación se propuso a ella misma que hablaría con su madre al respecto. Quizás una charla con su madre ayudaría en algo para aclarar su dudas e inseguridades, después de todo, el paso más difícil es admitir que hay un error.

Cerca de la una de la madrugada sus padres llegaron, y a diferencia de todos los días de los últimos años que Candy podía recordar, no los esperó en su habitación como siempre, si no que los estaba esperando en la cocina.

—Madre, necesito hablar contigo —balbuceó jugando con sus dedos.

—¿Ya te acabaste las pastillas otra vez? —respondió esta sin siquiera voltearla a ver.

—Yo estoy muy cansado. Tomaré una ducha y me iré a dormir —su padre no pareció notar su existencia.

—¿Qué es lo que quieres, entonces? —dijo finalmente al ver que su hija seguía de pie junto a ella esperando atención.

—Bueno yo... —había practicado el discurso en su mente todo el día, pero no lograba articular palabra—. Me gustaría poder hablar contigo de cómo me siento y ese tipo de cosas.

—¿Hablar? Candy, no soy doctora, aunque me digas síntomas o algo, yo no soy un médico. ¿Acaso las pastillas ya no te sirven o algo? —soltó tras un pasado suspiro.

—N-no... No me refería a eso...

—¿Entonces?

—A que platiquemos y eso. Algo así como madre e hija...

—Por favor no digas ridiculeces. Estás consciente de que no tengo tiempo para eso ¿cierto? —sus ojos parecieron abrirse mas, su ceño se frunció y su voz se escuchó atemorizante.

—Bueno yo creí que...

—Pues creíste mal señorita. ¿Tienes idea de lo difícil que es manejar una compañía desde otro país al otro lado del mundo? ¿Tienes idea de todo lo que se sacrifica con tal de que no te tires el piso, grites, y llores cada que se trata de salir? —levantó la voz.

—Madre yo...

—Por favor sólo sigue haciendo lo que has hecho hasta ahora. Encierrate y evita el exterior toda tu vida, porque lo que tienes en tu cabeza no se te quitará. Pago mucho por la maldita receta para conseguir el medicamento para controlarte, así que deberías estar agradecida por todo lo que hago por ti y no deberías exigir mas de mi tiempo —dicho esto se marchó.

Candy dejó escapar un ahogado grito y dejó de aguantarse las ganas de llorar. Se fue corriendo a su habitación y se tiró sobre la cama para usar la almohada como silenciador para su llanto. Lentamente comenzó a comprender que prácticamente sus padres le habían dado todo lo que ella pedía: consolas de videojuegos, una pantalla para su cuarto, internet, el celular más nuevo que salía, una mascota. Todo con tal de que ella no causara más problemas. Las palabras de su madre resonaron en su cabeza una y otra vez hasta que, una vez que pensó que ya había llorado todo lo que una persona debería llorar en toda su vida, se quedó dormida.

Al día siguiente se despertó casi a medio día. Sin ánimos de nada, bajó a hacerse algo de comer con las pocas cosas que había en la cocina. Todo estaba más oscuro que de costumbre porque afuera estaba nublado con las nubes más grises que había visto. Tras un par de malas partidas de Clash Royale en su teléfono comenzó a llover como si el cielo se fuese a caer. Así continuó sin parar hasta anochecer. Candy se puso a hacer de todo, para ignorar los truenos, pero era imposible. Estos le provocaban un gran sobresalto y un pequeño grito. Era de noche, había truenos y ella estaba sola. Los truenos comenzaron a ser más constantes y envidiando al gato que ni se inmutaba por lo que pasaba afuera tomó una de sus almohadas y la abrazó, se aseguró de tener sus pastillas cerca y la luz encendida en todo momento. Comenzó a hiperventilar cuando la luz empezó a parpadear. En un autoreflejo tomó su celular y cuando la luz se fue ya tenía una pastilla en su garganta. Su zona segura dejaba de ser segura.
Desbloqueó el celular recordando la "conversación" con su madre en la madrugada. Antes de darse cuenta estaba llamándola. Se escuchó el timbre al otro lado de la línea un par de veces hasta que alguien contestó, pero no era su madre.

—¿Hola? —escuchó una voz masculina. Separó el teléfono de su oreja para ver la pantalla. Le había llamado a Emmanuel.

Agorafobia #PGP2020 #StayHomeAwardsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora