I - VI. Uppsala

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Junio, 794 d. C.

HABÍA RESTOS DE SANGRE POR DOQUIER

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HABÍA RESTOS DE SANGRE POR DOQUIER. Ocurrió hace tan solo unos días, pero Dahlia aún recordaba la escena con tanta nitidez como si hubiese sido la mañana anterior.

Los gritos y llantos de dolor provenientes de la alcoba de Lagertha la despertaron temprano ese día, pero escuchaba tanto revuelo por los pasillos que conectaban las estancias que no se atrevió a salir hasta que se hubo hecho el silencio. Cuando llegó al dormitorio de su progenitora se la encontró en su lecho, con la frente perlada por el sudor y el rastro de lágrimas por sus mejillas. Estaba despeinada y mantenía la mirada perdida hacia el frente; su rostro inexpresivo la hacía ver como si hubiera perdido la capacidad de articular palabra por completo. La extensa mancha de sangre en la entrepierna de su camisón fue lo que terminó de alertar a Dahlia.

A su alrededor, sirvientas y esclavas iban y venían quitando las sábanas manchadas de sangre, trayendo otras nuevas y limpiando la sangre de la cama y el suelo. La niña se acercaba a su madre con pasos cortos e indecisos, abrumada. No comprendía muy bien qué acababa de ocurrir, sabía que se trataba del parto de su supuesto hermano, pero algo fallaba. El corazón le latía con fuerza en el pecho mientras su intuición le confirmaba que algo no había ido bien. Lagertha pareció entonces reaccionar a su presencia y sus miradas se encontraron al fin, pero la de la adulta estaba llena de pesar, cansancio, y otras emociones que Dahlia era muy joven para reconocer.

Ninguna se atrevió a decir nada. La menor se detuvo a los pies de la cama y paseó su inquieta vista por la habitación, sintiendo cómo el tiempo se detenía ante la expectación de descubrir algo que sabía que no quería descubrir. Sus ojos recorrieron la estancia distraídamente, deteniéndose solo en detalles como las salpicaduras carmesí en el suelo, las manos de las sirvientas con trapos ensangrentados o cuencos con sangre entre ellas, los umbríos rincones y esquinas... hasta que se detuvo en algo que captó irremediablemente su atención. A la puerta de la alcoba habían dejado un cuenco de madera, de mayor tamaño que los otros, que contenía una extraña masa sangrienta, pequeña e inidentificable.

Se le cortó la respiración. Muy en el fondo de su ser, ya sabía qué acababa de ocurrir, pero la inocencia propia de su corta edad le impedía el asegurarse por sí misma. Todo a su alrededor era muy confuso, y volvió a buscar la mirada de su madre.

—¿Qué es eso? —cuestionó al fin, titubeante.

Lagertha permaneció en silencio por unos momentos, y Dahlia creyó que no obtendría respuesta. Hasta que tragó saliva pesadamente, y respondió con un hilo de voz:

—Iba a ser tu hermano.

Lo peor de todo aquel suceso fue que Ragnar no estuvo ahí para verlo.

Como cada verano, el conde se marchó a saquear a Inglaterra, y cuando volvió y se encontró con que Lagertha había perdido al hijo que esperaban, fue un duro golpe para él. Esperaba tanto a ese hijo nonato que su decepción lo llevó a distanciarse poco a poco de su mujer, para quien la pérdida tampoco estaba siendo nada fácil, y el distanciamiento de su marido no la ayudaba en absoluto. Ella, al final del día, solo contaba con el apoyo emocional directo de la propia Dahlia —a quien no podía ocultarle lo mal que estaba en realidad como al resto de sus hijos, ya que ella misma la descubrió así esa fatídica mañana— y de Siggy, la exmujer de Haraldson que, tras perder su título de condesa, pidió a Lagertha que le dejara trabajar a su servicio, tras lo que se convirtieron rápidamente en confidentes. La escudera, lejos de tratar a Siggy como una sirvienta, como habría hecho cualquier otro señor en su lugar, la trataba con el respeto y la dignidad de la que seguía siendo merecedora pese a su bajada de estatus, y gracias a esto encontraron una verdadera amiga la una en la otra.

Ragnarsđóttir | VIKINGSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora