10. Eligoth

8 2 0
                                    

Cuando abrí los ojos de nuevo me encontraba muy desorientado. Tarde varios minutos en situarme, en que mi cabeza dejara de dar vueltas. Pude mirar a mí alrededor por fin. Estaba en casa. ¿En casa? Tenía que hacer un esfuerzo para recordar qué había pasado. Lo último que recordaba era que me había desmayado en la calle, bastante lejos de aquí, y que Aina estaba allí. Solo ella. En mi interior empezó a creer la inquietud. Ella no había podido traerme sola. ¿Se habría hecho daño por mi culpa...?

Me incorporé un poco y la vi agachada en el salón. Me relaje un poco. Seguramente estaría asustada por todo lo que le había dicho el día anterior, porque aparecí de repente delante de ella para caer redondo sin poder evitarlo. Abrí la boca para llamarla, pero se dio la vuelta antes de que pudiera decir nada.

De repente todo lo que me preocupaba se esfumó. Tal y como había aparecido la inquietud, apareció la ira. Qué ironía. Ira. Estaba demasiado enfadado, demasiado débil para moverme pero demasiado enfadado como para controlar todo lo que he pasado años intentando esconder dentro, muy dentro de mí. Mis ojos cambiaron automáticamente a un color rojo intenso. La rabia me estaba consumiendo y, si conseguía moverme, destrozaría aquello con lo que me cruzase. A ella. Esa mujer de pelo azul. Creía haberle dejado muy claro que no quería volver a verla, que no la quería cerca nunca más. ¿Cómo había llegado de nuevo hasta mí? Cuanto más fijamente me miraba más enfadado me sentía. Me levanté de la cama como si me hubieran pinchado en el culo, dispuesto a acabar con ella de una vez por todas, cuando desvió la mirada.

Respiré hondo y, sin moverme demasiado, seguí su mirada para descubrir a Aina, acojonada, al lado de mi cama. Solo entonces fui consciente de lo poco que me dolía todo, de que tenía la mano entablillada. Normalmente, me curaba bastante rápido, pero toda ayuda era siempre bien recibida. Aina me había curado, a pesar de todo. Ali no era capaz de hacer nada parecido. Separé los labios dispuesto a encararme con Ali, pero fui demasiado consciente de lo alterado que me encontraba. No iba a ser nada agradable y, por supuesto, la curiosa personalidad de Aina le impediría irse de allí ahora. Ella debía enterarse de todo o más tarde me avasallaría a preguntas. No era que no lo fuera a hacer, de todos modos, pero al menos mi intención era que no se sintiera desplazada de nuevo, que pudiera entenderlo...

-¿Qué haces tú aquí?- hasta yo mismo me sorprendí de oír mi voz tan ronca, mucho más que de costumbre. No quise girarme hacia Aina temiendo su reacción, por lo que traté de calmarme mucho más. Aunque estaba claro que no lo estaba consiguiendo. Me sacaba de mis casillas.

- Así que, ¿así saludas a una vieja amiga? Una que además te ha salvado la vida. Si llega a ser por esa- señaló a Aina con desprecio e hizo evidente mi falta de autocontrol- aún seguirías en la calle.

- No se te ocurra volver a dirigirte a ella de esa manera jamás.- se me escapó, desafiante, serio. Era consciente de que daba demasiado miedo. Si después de esto Aina no quería volver a verme nunca más, me parecería lo más normal del universo. Tenía que aparecer justo hoy. Justo ahora, como siempre, para estropearlo todo. Aún más. – Y no eres una vieja amiga. Eres un fantasma, que no tendría que estar aquí. ¿Nadie te ha explicado que está feo que los fantasmas se aparezcan a la gente?- intentaba retomar un poco mi humor, ser algo más parecido a lo que Aina conocía de mí, a lo poco que podía enseñarle.

- Las reglas cambian. –Se soltó el pelo. Le cubría la cara lo suficiente como para que lo único que podía ver de ella era su sonrisa maliciosa.- Eso me han dicho que has hecho, cambiar las reglas para tu conveniencia- me señaló con un gesto desdeñoso- y por eso estás así. ¿Cuántas veces voy a tener que salvarte, Eligoth?

Y se fue, sin darme tiempo a responder. Mi ánimo se desplomó de golpe. Era evidente quién le había dicho a Ali dónde encontrarme. Siempre era lo mismo. ¿Es que era imposible escapar de esto?

Bajé la mirada al suelo, a la vez que mis hombros se hundieron. Yo era el problema. Esa era la verdad que me escupía es espejo cada mañana: yo era el problema, me había perdido a mí mismo. Yo y mi adicción a las escusas. Ya no era yo. Ese era el resultado de vivir junto a mis malas decisiones, como decía aquella otra canción que solía oír en mis momentos bajos. Me dejé caer al suelo de rodillas pensando en cuándo volvería a ser quien era, a ser libre.

Sentí la mano de Aina sobre mi hombro. Aún parecía asustada pero se había atrevido a acercarse y tocarme. Se sentó a mi lado cogiéndome la mano, sin decir nada. Era suficiente. Era todo cuanto necesitaba para preguntarme por enésima vez desde que la conocí cuándo sería capaz de revelarme, de poner las cosas en su sitio de una vez, de dar por pagada la deuda. ¿Cuándo podría ser yo de nuevo?

AdicciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora