11. Aina

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No sabía qué decir. No sabía si podría siquiera decir algo. Estaba sentada a su lado, cogiéndole la mano como si sirviera de algo, intentando que se calmase. Pero no podía decirle nada porque tenía demasiado miedo. No podía levantar la vista hacia él. No podía mirarle. Después de todo, me había defendido y yo no podía mirarle, ni preguntarle si estaba bien.

En el fondo, había tantas cosas que quería saber, que necesitaba preguntar y no era capaz de moverme. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué había dicho lo de salvarlo de nuevo? ¿Cuántas veces lo había salvado y de qué lo había salvado? ¿Por qué Eligoth la había llamado fantasma? ¿Es él un asesino? ¿Por qué me defiende entonces? ¿Qué clase de persona puede conseguir que le cambien de color los ojos...? Tragué saliva notando como los ojos se me iban llenando de lágrimas. Gracias a Dios, no me estaba mirando y yo trataba de esconder mi rostro cada vez más, con ayuda de mi pelo. Me sentía tan fuera de lugar a su lado, tan rara. De nuevo estaba tentada a salir corriendo de allí y llorar, como nunca jamás lo había hecho. Sin embargo, algo me lo impedía. Quizás el hecho de que la última vez que hice algo parecido casi matan a Eligoth.

No era muy consciente del tiempo que llevaba quieta a su lado, casi sin respirar y tratando de esconder el hecho de que había estado llorando en silencio, cuando me apretó un poco la mano. Me levanté de golpe, sobresaltada, y se me escapó un grito. Le miré con los ojos enrojecidos y jadeando. Eligoth no se movió. Era como si sopesase el daño que sus movimientos, sus acciones podrían hacerme en ese instante. Sus ojos seguían de ese color rojo intenso. ¿Acaso no era capaz de controlarlo?

- No me tengas miedo, por favor – me pidió, casi suplicándomelo. No podía creer que Eligoth, el arrogante y cínico Eligoth me estuviera suplicando por nada. – Soy yo. El de siempre.

- No... -intenté sonar segura de mí misma, pero era lo último que me sentía en ese momento. De hecho, lo dije tan bajo, que tuve que forzarme a repetirlo.- No, no eres tú. No entiendo nada.- me cubrí la boca con las manos para evitar que se me escapara un sollozo.

Se levantó por fin y se colocó delante de mí. Él tampoco hablaba muy alto, su voz era apenas un susurro en la habitación, algo muy íntimo, algo sólo para los dos. Me atrajo hacia él tan despacio, que imagino que pensó que estaba a punto de romperme como una frágil muñeca de porcelana. Seguía preguntándome demasiadas cosas, seguía muy asustada de la situación, de su cambio, de sus heridas, pero, cuando me rodeó con sus brazos de aquella manera, casi se me olvidó todo. Empezaba a aceptar el hecho de que le quería y que eso iba a ser muy difícil de cambiar, me contase lo que me contase. Hiciera lo que hiciera. Ya estaba perdida, por lo que le correspondí al abrazo, despacio, escondiendo mi cara en su pecho. Me sentía un poco estúpida por haberme enamorado de él de esa manera, de esa estela misteriosa que lo envolvía siempre. Todo él era un misterio. Y, como soy así de masoquista, los recientes descubrimientos sobre Eligoth, lo único que hacían eran atraerme aún más. A pesar de que mi propia vida corriese peligro. Aunque entonces, yo no lo sabía.

A pesar de estar solos, Eligoth no podía relajarse. A mí me preocupaban sus heridas, el hecho de que seguía muy magullado y apenas había descansado. Él no parecía ser demasiado consciente de las heridas que le cubrían casi todo el cuerpo que, aunque no eran demasiado graves, debían de doler. Parecía ignorarlas por completo y permanecía alerta, como si aún no hubiese terminado. Mi respiración empezó a agitarse en cuanto mis pensamientos tomaron ese rumbo. ¿Aún había más? No podía imaginarme que más podría pasarme ese día. Intenté respirar hondo, convencerme de que no había dormido nada y mi mente desvariaba sin más. Eligoth estaba tenso porque siempre lo estaba. No recordaba haberlo visto tranquilo de verdad más que un par de veces y, en ambos casos, ya estaba un poco borracho.

- Eligoth... - susurré. Necesitaba preguntarle qué iba mal. Qué podía hacer yo para ayudarle.

- Perdóname- soltó de golpe, cortando mi pregunta y apretando un poco más su abrazo, con la voz muy baja.- Perdóname por atraerte hasta todo esto. Por todo.

- ¿Qué es lo que debería perdonarte? – murmuré levantando mi cara hacia él. Me mantuvo la mirada unos instantes que se me hicieron muy largos, mientras acariciaba mi mejilla con el dorso de su mano.

- Que me haya enamorado de ti. 

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