8. Los muertos descansan en el cementerio

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—A la próxima me voy a ver obligado a detenerla, Theresa —le advirtió Grant Rees a mi madre, que había abierto la puerta vestida en pijama y con los ojos entreabiertos, sin estar acostumbrada a tanta luz natural.

El sheriff me tenía cogida del brazo como si fuera una niña pequeña y Oli y Vi, las dos únicas amigas de Mandi, se jactaban de ello desde la prudente distancia que había desde el jardín a mi casa.

Me giré hacia ellas, fulminándolas con la mirada, aunque no pareció importarles, en absoluto.

—No sabía que había ido al bosque... —confesó mi madre, mirándome con desaprobación.

Me deshice del agarre del sheriff dando un tirón con mi brazo, mirándole con rabia. No tenía derecho a tratarme como a un perro.

—Es que ella no tiene que saber donde estoy. Soy adulta y tomo mis propias decisiones. No necesito el permiso de nadie para ir a misa ni para saludar a mis vecinos del bosque —sentencié, cruzándome de brazos.

Grant bufó, llevándose una mano a la cabeza, como si mis palabras le hubieran ofendido en cierto modo.

Mi madre se pegó aun más a la puerta, intentando ocultar su exquisito atuendo, pese a que todos los presentes ya lo hubiéramos admirado con descaro.

—Venga, Barbie, entra. Ya hablaremos más tarde —me pidió, intentando fingir que no estaba avergonzada.

—No, es que no quiero hablar. Lo que quiero es que me dejen ir donde me dé la gana porque soy libre de decidir —gruñí, intentando hacer entrar en razón al jefe de policía de Aurumham, que, evidentmente molesto, se apretaba el puente de la nariz, tal vez concentrándose para no mostrar impaciencia.

Olivia se encendió un cigarrillo mientras esperaba a que su padre tomara una decisión, mientras que su amiga, colocada estratégicamente del lado por donde no le llegaría el humo del tabaco, hacía repiquetear su pie en señal de desesperación.

—La comisaría y el gobierno de esta ciudad han decidido que no se puede entrar en la alameda de los Della Rovere por precaución, ya que la última vez que se vio a Amanda Cooper con vida fue precisamente antes de adentrarse justo allí. No es seguro, Barbara —intentó convencerme el sheriff.

Levanté una ceja, desafiante.

—Lo siento, Grant, Barbie es bastante obstinada —dijo mi madre con auténtica convicción.

El sheriff asintió con la cabeza y se dio a vuelta, seguro de que iba a darme por vencida y meterme en mi casa. Estaba claro que no me conocía.

—¿Y si me presento para ser voluntaria? Conozco bastante bien el bosque —afirmé, aunque la realidad era que tenía en mi poder el mapa que Julius me había mostrado en la biblioteca, no mis propios conocimientos.

Olivia frunció el ceño. No parecía demasiado convencida de que mi presencia fuera útil.

Lanzó la colilla al suelo y, con la misma coordinación que tienen dos siamesas, Violet pisó el cigarro para apagarlo.

Grant Rees se giró hacia mí, mostrando una evidente confusión en el rostro. Hacía exactamente cuarenta y ocho horas que las listas de voluntarios —que eran exactamente dos y las tenía enfrente— se habían hecho públicas, y toda la ciudad había perdido la esperanza después del éxito que aquello había tenido. Ni siquiera la familia de Mandi, el alcalde, su mujer y sus dos hijas pequeñas, se habían atrevido a apuntarse, pues el lema de que «la alameda es peligrosa» era demasiado popular como para que pudieran permitirse obviarlo.

—Hay cinco policías y dos voluntarias trabajando ya —me informó Violet, como si aquello fuera un impedimento.

—Y doscientas hectáreas de bosque —apunté.

DanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora