32. Maleza

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Anduvimos sobre la tierra húmeda que se amoldaba a nuestros pies en completo silencio.

Él no levantaba la cabeza del suelo, sumido en sus propios pensamientos, que, evidentemente, me excluían a gran escala y yo, por supuesto, lo único que podía hacer era observarle.

Incluso entre la maleza, con el rostro sombreado por las espesas hojas de los robles y el ceño fruncido debido a sus estúpidas preocupaciones, era innegablemente hermoso y yo quería flagelarme por ello.

Había dormido con él y lo único que había salido de entre sus labios desde entonces eran órdenes poco agradables y un «cuidado con esa piedra» justo antes de tropezarme con una roca del camino.

Él había evitado que cayera al suelo, pero eso no quitaba el hecho de que casi me había dado de bruces por ir admirando su rostro y no la peligrosa tierra de la alameda.

—¿Por qué te importa lo que me pase? —pregunté, intentando que hablara conmigo por primera vez.

—Porque sí —respondió con terquedad, sin mirarme siquiera.

Dante tenía el don de la palabra.

—¿Y porque sí tenías que dormir abrazado a mí? —inquirí, deteniéndome en el camino.

Él anduvo unos pasos más, sin contestar, aunque, en menos de un segundo, él también se había parado.

Se giró hacia mí, fijando su mirada cínica y vacía en mí.

—Tú me lo has permitido —dijo, con el ceño ligeramente fruncido.

—No, la verdad es que no. Me tenías agarrada contra ti y no te he podido quitar de encima hasta que tu hermano te ha despertado —le recordé, cruzándome de brazos.

Él negó con la cabeza antes de volver a darse la vuelta y reanudar su caminata inútilmente, porque yo no pretendía seguirlo hasta obtener respuestas.

—Tú no entiendes nada —gruñó lo suficientemente fuerte como para que pudiera oírlo.

Apreté la mandíbula, ligeramente ofendida. Era obvio que no entendería nada si nadie me lo explicaba.

—No creo que eso sea culpa mía —dije, dándome por vencida a los pocos segundos para ir detrás suyo y detenerme justo frente a él, intentando que así se quedara quieto.

Bufó, elevando los ojos al cielo, como si estuviera cansado de mí. Probablemente lo estaba.

Por suerte, había cumplido con mi cometido y estaba allí, parado, a pocos centímetros de mí.

—No soy yo el que tiene que contarte los secretos de tu familia.

Tomé aire, intentando mantener la compostura. ¿Cuántas veces había oído en el último mes que no estaba preparada para conocer absolutamente nada de lo que ocurría en aquella maldita ciudad?

—¿Entonces quién? ¿Julius, el que lleva ocultándome cosas desde que nací, prácticamente? —insistí, mirándole fijamente a los ojos.

Vi cómo mordía el interior de sus mejillas, tal vez intentando mantener la calma.

—Es el único que puede hacerlo —respondió, antes de intentar esquivarme.

Coloqué ambas manos sobre su pecho, evitando así que siguiera andando. Podría haberme apartado si lo hubiera querido, pero, por alguna razón, no lo hizo.

Levantó las manos para agarrarme ambas muñecas, sin apartar su mirada de la mía, y me hizo bajarlas aunque sin soltarme en ningún momento.

Sentía mi corazón latir con fuerza en mi pecho y yo no podía controlarlo, por mucho que quisiera.

DanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora