12. Las restricciones de la alameda

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Volvía a estar haciendo algo ilegal, pero, como siempre, me importaba un pimiento.

Lo único que necesitaba saber en aquel momento era qué excusa se inventaba Valentino Della Rovere para ocultar el hecho de que uno de sus pendientes estuviera perdido entre la hierba y hundido en la tierra que rodeaba el mausoleo de sus familiares, algo que también era la escena de un crimen y en el que, para mí, él tenía que haber participado.

Todavía se oían murmullos procedentes de la iglesia, probablemente de los distintos policías cuya única misión en aquel momento era encontrar alguna pista que relacionara a alguien de la ciudad con el crimen de Mandi Cooper, aunque tal vez la que tenía el único objeto que podía incriminar al verdadero asesino era yo. Y no estaba dispuesta a dárselo.

Los Della Rovere ocupaban mi mente en todo momento, y, por aquel entonces, eran mi única fuente de inspiración. Su misterio, su belleza, sus escalofriantes apariciones... Había tanto que escribir sobre ellos, y tan poca información clara sobre sus verdaderas identidades.

No dudé ni un segundo en tomar el camino hacia la mansión en la que habitaban.

El «hasta luego» de Dante me había valido para creerme que querían volver a verme, y ese era el momento.

Si Violet u Olivia le contaban al sheriff la existencia de aquel pendiente, terminaría en comisaría esposada a la mesa de metal que cubría media sala de interrogatorios, exponiendo por qué había cogido la única prueba que la policía tenía disponible. Y tenía que entender por qué la habían perdido en primer lugar.

Ni siquiera me hizo falta llegar hasta la construcción para cruzarme con el primero de ellos.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando, a pesar de que yo no le había visto aproximarse, Alessandro Della Rovere se colocó detrás de mí y con su fría y firme mano me tomó del brazo, deteniendo mi marcha.

Me dio un vuelco al corazón, y, sin poder evitarlo, grité, asustada.

—¡Mierda, Alessandro!

Me giré hacia él, sin soltar el pendiente, aunque lo habría hecho en circunstancias normales.

Él se estaba riendo, como si fuera gracioso.

—Hola, amore. ¿Me echabas de menos? —dijo con la voz ronca.

Me deshice de su agarre pegando un tirón y luego fruncí el ceño.

—¡Casi me da un infarto!

Estuve a punto de pegarle un empujón, aunque no lo hice. Era demasiado alto y fuerte como para haberse movido un solo milímetro.

—Lo sé, se oye tu corazón desde la otra punta del bosque —rio, acariciándose la espesa y oscura barba que cubría su mentón.

En ese momento, no le di importancia a su comentario, y volví a darme la vuelta para seguir con mi camino. No era él a quien estaba buscando.

Sin embargo, no pude dar ni un paso más.

Hábilmente se colocó frente a mí, posicionándose como el único obstáculo que había en todo el camino. Ojalá hubiera sido tan fácil de esquivar como un simple árbol.

—Alessandro, por el amor de Dios, déjame pasar —pedí, sin levantar la mirada de su pecho, a la altura de mis ojos.

Él se agachó ligeramente para que nuestros rostros quedaran el uno frente al otro, con una sonrisa ladeada y un extraño brillo en los ojos, que presentaban una atractiva heterocromía parcial.

Me obligué a mí misma a apartar la mirada, pues sentía cómo mis mejillas se iban coloreando cada vez más. Ese hombre me incomodaba más de lo que lo había conseguido nadie, jamás.

DanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora