6. Las puertas del infierno

7.3K 611 243
                                    

Volví a pasar por debajo de la cinta policial al día siguiente.

Mi padre todavía no había vuelto de su viaje de negocios y mi madre se había tomado una pastilla para dormir, así que todavía me quedaban un par de horas hasta que se dieran cuenta de que yo no estaba.

Era demasiado pronto como para que el sheriff Rees estuviera despierto, y también lo era para que alguien pudiera verme saltar las limitaciones del bosque.

No disfrutaba del hecho de que mi alarma sonara con fuerza cada mañana, aunque sí que me gustaba la sensación de saber que tenía todo el día por delante. Si madrugaba, podía pasarme horas en el cementerio, deleitándome con mi escritura, olvidando la ciudad, pensando tan solo en mis cosas, sin nadie que me perturbara.

Debían ser las seis de la mañana, cuando el rocío todavía bañaba las lápidas pues el sol no había salido aún, cuando toqué la puerta de la iglesia, inusualmemte cerrada.

El padre Julius se levantaba a las cinco y media a rezar cada día e invitaba a todo el mundo a entrar en la casa del Señor a esa misma hora, aunque nadie lo hubiera hecho, jamás.

Yo era su primera y tal vez única fiel, aunque tampoco me arrodillaba frente al altar católico, ni siquiera me ponía a rezar.

Me sentaba en uno de los bancos, junto al silencioso de Julius, esperando a que él terminara su rosario para que pudiéramos ir a desayunar ambos, en una de las habitaciones por las que tan solo se accedía desde el claustro.

—¡Julius! —grité, pegando un fuerte golpe a la inmensa puerta de madera.

No hubo respuesta, así que lo intenté de nuevo.

Impacté mi puño contra el grueso portal, que emitió un escalofriante sonido para el que no hubo respuesta.

Repetí el nombre del sacerdote, esperando así a que me oyera, aunque, si lo hizo, no reaccionó.

El frío otoñal de Aurumshire era más gélido que en otros puntos de Inglaterra. Estábamos alejados del mar, aunque siempre los vientos del norte acechaban la ciudad, y yo lo odiaba.

Esa mañana mis uñas se habían vuelto violáceas y me molestaba sobremanera el hecho de respirar. Debía tener la nariz roja, al igual que mis orejas, y me costaba adivinar si seguían allí, porque ya no las sentía.

Maldije por lo bajo el nombre del hermanastro de mi abuelo y pegué una última patada a la puerta, aunque no sirvió de nada.

Volver a la ciudad no era una opción. Había conseguido entrar de nuevo en el bosque y no podía arriesgarme a que el sheriff Rees me volviera a pillar intentando saltar la cinta de nuevo, porque el simple plástico acabaría convirtiéndose en un guardia nocturno para evitar que penetrara la alameda.

Me crucé de brazos, intentando pensar en una solución. No podía deambular por el cementerio hasta que el sol hubiera salido, ya que, a parte de que prácticamente cada rincón estuviera mojado por la humedad de la noche y la tormenta vespertina, el frío podía consumirme.

Saqué mi móvil del bolsillo de mi chaqueta, segura de lo único que podía aportar en aquel momento. Si ellos no la encontraban, lo haría yo.

—Allá vamos —me dije, echando un último vistazo a la iglesia gótica que se alzaba frente a mí.

No me apetecía andar demasiado, aunque, según la fotografía que tenía entre las manos, el camino principal en el que había estado la mañana anterior no estaba demasiado alejado de donde me encontraba. Si seguía los pasos del día anterior, estaba segura de que iba a volver a llegar a aquel lugar.

DanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora