38. Prioridad

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—Oh, la leche bendita, eso sí que no me lo esperaba —solté, cuando Dante dio un paso atrás.

Él sonrió, arrogante, sabiendo perfectamente que por culpa de aquel beso me había olvidado completamente de querer estar sola.

—Yo tampoco —susurró, sin borrar su sonrisa.

Vale. Dos cosas que nunca pasaban: Dante llevaba sonriendo más de diez segundos y a mí me habían besado. En la boca.

«JESUCRISTO, MÁNDAME UNA SEÑAL PARA SABER QUE NO HE MUERTO Y ESTOY EN EL CIELO».

Pero Jesucristo no contestó, así que solo pude sacar dos conclusiones de ello: o no estaba muerta y, evidentemente, nadie allí arriba mantiene conversaciones con un ser humano o estaba en el infierno disfrutando de mi mejor momento.

—No, no, no. Demasiada información que asimilar en menos de una hora —dije, dando otro paso atrás, acariciándome los labios con las yemas de mis dedos.

Dante levantó las cejas, expectante, viendo cómo seguía avanzando hacia atrás como si quisiera alejarme de él.

—Vayamos a mi casa —soltó con descaro, acercándose de nuevo a mí.

Mis ojos se abrieron como platos y sentí mi corazón desbordarse en un instante.

—No, no, espérate. No quiero ir a tu casa, ni a tu habitación, ni a nada que esté relacionado con...

—¿Acaso quieres volver a la iglesia o quedarte aquí para que Julius te encuentre? —me interrumpió, arqueando una de sus cejas rubias, desafiante. Negué con la cabeza rápidamente.— ¿Entonces?

Tragué saliva, intentando encontrar una respuesta, aunque mi mente estaba bastante atontada después de todo lo sucedido.

Asentí con la cabeza de pronto, sin responder a nada en concreto y él me tendió una mano, entendiendo algo que ni yo misma lo había hecho.

Acepté su mano fría, la misma que nunca me había resultado desagradable, y vi cómo sonreía levemente antes de acercarme a él de un tirón.

Llevé mis manos a su pecho para detener el choque inminente y sentí sus músculos tensarse bajo mis manos a la vez que me rodeaba con sus brazos para pegarme todavía más a él.

Tenía un olor corporal tan delicioso que no pude fingir que aquello me desagradaba, en absoluto, y tampoco disimulé demasiado al pegar mi nariz a su camisa blanca y aspirar aquel masculino y hogareño aroma que tan solo él desprendía.

Me agarró por debajo de las rodillas para levantarme en el aire en la misma postura en la que había estado antes, mientras lloraba desesperada entre sus brazos, y sentí el viento chocar contra mi cuerpo casi inmediatamente, revelándome que acababa de empezar a correr en dirección al bosque.

Ni siquiera me dio tiempo a reaccionar cuando volvió a dejarme en el suelo, tras haber atravesado toda la alameda en un suspiro.

Me di la vuelta, esperando encontrarme la imponente mansión Della Rovere, aunque precisamente no era aquello lo que se erguía ante mí.

Estábamos en una parte del bosque a la que nunca había llegado, sin árboles, sin plantas, sin tierra húmeda ni ningún tipo de luz natural. Había una extraña neblina que no recordaba haber advertido en el mausoleo y que no me dejaba ver más allá de donde Dante se encontraba, bastante molesta por el hecho de no saber exactamente dónde estaba.

—La zona prohibida —respondió Dante, leyendo mis pensamientos.

No me había separado de él en ningún momento y tampoco iba a hacerlo ahora.

DanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora