28. El enigma de sus ojos

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Había logrado escabullirme de la iglesia y el bullicio que se había formado alrededor del cadáver de Savannah Clifford tras declarar a la agente Kelman que había estado dentro del monasterio durante la hora y media que el médico forense había supuesto que habían depositado el cadáver debido a la cantidad de sangre casi congelada que se hallaba bajo el cuerpo.

Estaban interrogando a Julius, quien había confirmado mi coartada, cuando, pasando por detrás de dos médicos que atendían a Violet, la cual había mantenido la mirada fija en el lugar del crimen desde su llegada y ni siquiera se había percatado de mi presencia, desaparecí entre las sombras del bosque, donde había estado escondido Dante Della Rovere durante todo el tiempo que el cuerpo se había mantenido descubierto.

Estaba segura de que él ya no se encontraba allí, pues las ramas de los robles habían dejado de moverse, aunque sabía perfectamente dónde podía encontrarlo.

Aunque el sheriff Rees me había ordenado explícitamente que volviera a casa directamente desde la iglesia, mis planes no podían ser más distintos.

Habían supuesto que Savannah había muerto tras la desmembración, y que el perfecto corte horizontal que había sobre la raja que separaba su cabeza de su cuerpo la había desangrado más que ninguna amputación, y aquello seguía el patrón de las muertes sucedidas en Aurumham desde antes de que se empezaran a investigar, mucho anteriores al siglo pasado.

Algo en mi interior, de alguna forma, sabía que los Della Rovere habían tenido algo que ver con ello y, por alguna razón, me veía atraída por la idea de ser la primera en averiguarlo, por mucho riesgo que fuera a correr intentándolo.

Recorrí en silencio —y echando más de una mirada atrás por si me estaban siguiendo— el camino de tierra que llevaba a la intersección que lo desdoblaba en dos posibles destinos.

No dudé demasiado en seguir el que se encontraba a mi izquierda, adentrándome de nuevo en la oscura alameda.

La imagen del cuerpo de Savannah se repetía una y otra vez en mi cabeza. Los tendones que sobresalían de sus hombros, los huesos partidos de sus piernas y la immeasurable cantidad de sangre en la que estaba sumergida su cabeza de ojos abiertos eran, a la par, lo más terrorífico y asqueroso que jamás había presenciado.

Había escrito sobre la muerte varias veces en mi demacrada libreta de notas, incluso había visto el cadáver de Mandi Cooper todavía caliente, aunque no había nada que se asemejara al cuerpo desmembrado de aquella chica la cual, días atrás, ojeaba una revista de moda en la mesa de al lado en el café.

Intenté concentrarme en el constante canto de los pájaros que, arrítmicos, intentaban llamar la atención desde las más altas ramas de los robles.

Cerré los puños clavando mis cortas uñas en las suaves palmas de mis manos a la vez que intentaba regular mi respiración ahora agitada.

Había estado completamente tranquila frente al cadáver de Savannah Clifford, no podía empezar a agobiarme cuanto más me alejaba de él.

Lo único que conseguía distinguir en toda aquella situación, sin poder dejar de pensar en toda la sangre, en el olor nauseabundo aunque no putrefacto que emanaba el cuerpo de la joven y en mi cálida reacción, era el fuerte latido de mi corazón en mis oídos, que controlaba todos mis movimientos, siguiendo su desacompasado ritmo.

El crujido de unas ramas me hizo reaccionar instantáneamente, provocando que mi cabeza se girara en dirección al ruido.

Los pájaros no cesaban en sus cánticos y la suave brisa que acariciaba las hojas de los robles seguía emitiendo el mismo silbido, como si nada hubiera ocurrido.

DanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora