52. Llevad flores a los muertos

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Sentí una gélida brisa abrazarme cuando Dante me posó sobre el suelo, cerrando la magestuosa puerta de madera con un solo golpe, seco y estruendoso.

Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo, aunque tenía claro que nada de lo que había planeado, jamás, se asemejaba a la locura que estaba a punto de suceder en la nave central de la iglesia local.

Suspiré, apretando los puños, clavando mis cortas uñas en mis magulladas palmas, esperando a que él apareciera, porque todos sabíamos que iba a ser así.

Detrás de mí se encontraban mis tres protectores, impasibles y silenciosos, siempre alerta y dispuestos a intervenir si yo flaqueaba, algo que, desde luego, no estaba en mis planes hacer.

¿Qué iba a hacer, sin embargo? No había pensado en qué decir, en cómo persuadir a un verdadero asesino serial a que dejara de hacerlo en nombre de Dios, siendo ese el único legado que su familia le había dejado. Tenía ochenta años, de los cuales había utilizado más de cuarenta en asesinar a inocentes en aquella ciudad a la que él atrevía a llamar hogar.

El constante sonido de unos pasos firmes contra el suelo de cuarzo me alarmó de pronto, provocando que me irguiera, bajando los hombros para aliviar la tensión que sentía en aquel mismo instante.

—Has vuelto —pronunció, cuando ni siquiera había abierto la puerta, seguro de que la que se encontraba allí plantada era yo.

Di un paso al frente, incapaz de mantenerme quieta, antes de ver su adorable figura de entrañable abuelo amoroso colarse en la iglesia, cerrando tras de sí su única vía de salida.

Vi la cínica sonrisa en su rostro y también cómo bajo su brazo izquierdo se hallaba un grueso libro de portada color burdeos, protegido de una manera tan estúpida que hasta yo se lo hubiera podido haber quitado.

—Casi me has matado, maldito desquiciado —fue lo primero que logré decir, señalándole con un índice tembloroso, para nada acorde a mi voz, tan firme e imponente, de la que me sentí demasiado orgullosa de poseer.

Julius borró su sonrisa gradualmente, colocándose frente a mí, aunque guardando distancias.

—No se mata a los herederos —intervino una voz divertida a mis espaldas. Ni siquiera me hizo falta girarme para darme cuenta de que era la de Alessandro.

La mirada del sacerdote viajó por encima de mi hombro para posarse sobre el vampiro, antes de dedicarle un doloroso chasquido de lengua para demostrar lo poco que le importaban sus palabras.

—Hay cosas que se deben hacer, aunque duelan —murmuró, tras suspirar.

Eché mi cabello hacia atrás, pensando que de algún modo aquello iba a ayudarme a concentrarme.

¿Qué había estado pensando en decirle en todo el camino? Ni siquiera estaba segura en que hubiera algo en mi cabeza en aquel instante como para recordar cualquier otra cosa que no fuera el rencor que sentía hacia la persona que más había apreciado desde hacía tantísimos años.

—Pensaba que me querías —balbuceé, mirándole fijamente a los ojos, sintiendo cómo los míos empezaban a temblar por la acumulación de lágrimas de cocodrilo que amenazaban con salir.

Dejé de apretar mis puños para cubrirme medio rostro, pensando que así causaría más efecto en Julius que no mi postura amenazante.

Y, entonces, él recordó que era humano.

—Y te quiero, Barbie, pero tienes que entenderlo: lo que yo siento y lo que Dios necesita no es compatible. Si para llevar a cabo su cometido debo apartar a mis seres queridos, tengo que hacerlo. Es Él el que me regaló esta vida —soltó, como un verdadero lunático.

DanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora