A bleeding heart: I

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La mirada de acusación hacia Eduardo de parte de todos sus lores cae sobre él pesadamente, pues ninguno es capaz de alcanzar a entenderlo ni siquiera en alguna remota parte. El rey les devuelve el gesto y lord Hamilton es el primero en hablar.

—¡Su Majestad...!—Comienza, y el hombre se sofoca en su propia incomprensión de los hechos y la ira—¡Yo lo sabía...!

—Arthur—Interrumpe el rey, el muchacho lo mira con tranquilidad—¿Escuchas a algún lord pretendiendo entregar consejo sin que yo se lo haya solicitado?

Silencio abrupto. El muchacho mira al lord y le responde por el rey:

—Lord Hamilton—interviene, mirándolo—. Le aconsejo guardar silencio, ahora. A menos que quiera perder, sus tierras, la lengua y algo más.

El hombre hace nula su participación. Ningún otro lord habla y el silencio se apodera del castillo entero y pareciera que incluso de toda Inglaterra. Son, pareciera, incontables minutos, hasta que la risa siniestra y casi silenciosa de Eduardo se oye. Lord Hamilton y varios más piensan que el rey se ha vuelto loco.

—¡Señores! —Los llama de pronto, poniéndose de pie—Los invito a mirar por mi ventana hacia el norte. Por favor, díganme qué es lo que ven.

Nadie, aún, entiende nada. Arthur guarda silencio de allí en más.

—Escocia—Replica un lord, uno de los más ancianos de la corte.

—Escocia, exacto—Eduardo da dos pasos hacia la ventana mirando el paisaje—. ¿Y qué hay en Escocia? ¿Una casa real? ¿Nobleza? ¿Riqueza? ¿Aliados potenciales?

—Un grupo de bárbaros rebeldes, Su Majestad—Dice lord Hamilton, avergonzado.

—¿Y qué puede hacer un grupo de bárbaros rebeldes contra el ejército inglés y sus aliados? ¿Tengo que recordarles al rey de Francia y a su sobrina viviendo aquí?

La corte entera entra en silencio sepulcral, no se escucha absolutamente nada, salvo la lluvia queda en el exterior y las antorchas que sostienen las llamas flameando.

—Escocia y sus bárbaros bobos creen que porque uno de ellos ha tenido lugar aquí hoy, su reino contará con libertad. Les enseñaremos que están equivocados.

—Su Majestad—Lord Hamilton habla otra vez, pretendiendo entender algo sin ser capaz de hacerlo, a juicio de su propio rey—¿Para qué, entonces, hizo que ese bastardo formara parte de nosotros?

Eduardo, siniestro, vuelve su mirada celeste-blanca como el cielo nublado de Inglaterra, y le responde con voz profunda.

—Digamos que al condenado a muerte hay que darle algo de esperanza antes de su triste final.

Lord Hamilton frunce el ceño, y mira a sus homólogos entendiendo todavía menos. El rey inglés alza la frente orgullosamente, mira a Arthur y le sonríe. El muchacho, a quien ha aprendido a querer como al hijo que nunca ha tenido, le devuelve la sonrisa.

—Es momento de darle el golpe de gracia a esa nación de salvajes ahora, cuando crean que tienen esperanzas.

Los lores murmuran entre ellos otra vez, lo hacen durante un buen rato. Eduardo los sigue mirando como si fueran un montón de idiotas que no son capaces de ver más allá de sus enrojecidas narices y se los repite en su cara sin misericordia alguna, despachándolos de una buena vez del castillo. Ya solos, el muchacho le dirige la palabra con el respeto que su rey le ha inspirado siempre.

—Majestad—Habla Arthur entonces, llamando su atención—Debemos cambiar nuestra estrategia entonces. Le recuerdo que mi hermano escuchó toda esta conversación.

APH: Lus Primae Noctis | BritaincestDonde viven las historias. Descúbrelo ahora