A bleeding heart: VI

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El rey de Inglaterra recibió la hoja roída entre las manos y la lanzó lejos de su presencia. Con un poco de suerte, el mensajero consiguió que su monarca escuchara, o al menos se enterara a través de torpes y aterrados balbuceos, que Arthur había sido asesinado, que su hermano había intentado doblegar su espíritu arrogante y soberbio pero no lo consiguió, y finalmente le dio muerte cortando su garganta con la Claymore que él mismo había usado en batalla. Eduardo mandó a callar al pobre diablo, lo despachó a gritos ensordecedores como si quisiera reprimir el llanto, empuñó su mano contra su boca y nariz, sentado en su elegante trono, y lloró la muerte de Arthur como si añorara la muerte de un hijo al que había amado y llenado del más imponente orgullo.

El mensajero salió del castillo una vez que Eduardo le dio la orden y el rey entonces se vio en la soledad más fría que alguna vez sintió. El poderoso Piernas Largas soltó un alarido venido desde lo más profundo de su garganta y el reino entero enmudeció, sin esperarse jamás que al otro lado de sus fronteras, en las tierras altas de Escocia, un hermano mayor, un bastardo, un lord, un viudo campesino, hacía lo mismo al despedir al mismo ser que para uno fue como un hijo, para el otro, la blanca pesadilla eterna que, al parecer, por fin se terminaba.

El dolor del rey se manifestó en todas partes. Las esferas políticas de Inglaterra se desvanecieron en inactividad y los lores ingleses descansaron durante varios días mientras Eduardo permanecía encerrado en la habitación más lujosa de todo el reino, planeando venganza, lamentándose por el muchacho o simplemente recordando cuánto había depositado en Arthur, más de lo que alguna vez hubiera esperado nadie.

Se juró a sí mismo no volver a amar a algún muchacho con afán paternal, sin motivos sanguíneos de por medio.

Una de las pocas veces que el rey salió del castillo camino al pueblo, se concentró en encontrar ese maldito castillo escocés y posteriormente hacer lo que hiciera falta para que Arthur tuviera su eterno descanso en tierra inglesa y no en el norte de la isla; nadie nunca le respondió. Los lores insistían en que era causa perdida, que nada obtendría ya con traer el cuerpo del joven Kirkland de regreso a Inglaterra salvo un peligro incipiente bajo la voz de mando de Allistor contra los soldados del rey; una emboscada o la futura profanación de una tumba. El rey los ignoró. Sus misivas fueron llegando una a una a Escocia haciendo que los soldados de las tierras altas rieran por lo irónico que era sentir transmitido el dolor de un rey inglés por un lord que, en estricto rigor, nada tenía que ver con él.

Eduardo entonces reparó en ella, la princesa francesa. Preguntó por Françoise; se le informó que no estaba, pero olvidó rápidamente ese detalle o al menos intentó hacerlo, porque era precisamente la princesa quien más respuestas pudo haberle dado en pos de acallar sus desgarradoras preguntas.

Era Françoise quien mejor pudo haberle relatado lo sucedido, pese a que ella tampoco lo vio de primera fuente al principio, pero escuchó todo con esclarecedor detalle. Todos, sobre todo ella misma, respetaron en silencio el dolor de Allistor, sin llegar a entenderlo realmente. No le dirigieron la palabra en todo ese día ni en los próximos siguientes. El muchacho enjugó sus lágrimas tal como venía haciéndolo desde hace ya mucho tiempo: en plena soledad.

Se puso de pie en un torpe tambaleo, no supo cuántas horas estuvo sentado en el suelo afuera de la torre del castillo. Caminó hacia el interior y vio a Ian parado fuera de la celda y palmó su hombro, notando en los maduros ojos celestes del hombre unas lágrimas brotando. Allistor entendió inmediatamente por qué Ian lloraba. Vengar a Murron también significaba rememorarla y cómo no permitirse llorar al hacerlo, más siendo su padre, el hombre que la vio crecer y que se la entregó para que él la hiciera feliz.

Entró, entonces, a la celda. Ian salió. Allistor vio el cuerpo de su hermano, inerte, carente de vida y rocío de mañana, con su herida abierta, por fin cabizbajo después de haber vivido toda su vida con la frente en alto, de porte gallardo y orgulloso. Su ropa, ahora viejos harapos que en su día habían sido las prendas más refinadas de Inglaterra después de las que vestía el rey, estaba completamente empapada. Allistor tragó saliva, dándose un irónico ánimo al recordar que Arthur no era el primer miembro de su familia al que debía dar entierro.

APH: Lus Primae Noctis | BritaincestDonde viven las historias. Descúbrelo ahora