Matryoshka

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Alessandro supo que su vida había cambiado para siempre cuando, al llegar a casa, la presencia de veintisiete animales gritándose palabrotas entre sí no lo sorprendió del todo.

— Oliver — llamó al felino con cansancio, dejando su mochila en uno de los bancos y arrugando la nariz; su departamento apestaba a zoológico.

— ¡Hola, Alex! — el gato apreció con un entusiasmo excepcional, subiéndose un salto a la barra de la cocina para quedar a la altura de sus ojos.

— ¿Cómo te fue en el día de hoy? ¡Te extrañé mucho!

El chico le dedicó una mirada sospechosa, mirando a su alrededor con un ligero y creciente temor.

— ... ¿Qué hicieron? — preguntó.

— ... ¿Qué? ¿A qué te refieres? — Oliver tembló ligeramente, sonriendo de oreja a oreja.

— Yo no he hecho nada, ellos no han hecho nada, nosotros no hemos hecho nada, ¿tú has hecho algo? Nadie aquí ha hecho nada, claro que no, absolutamente no — negó con la cabeza, los gatos se habían quedado de pronto callados al notar que el humano había llegado a casa.

Alessandro los miró con cuidado, analizando sus sonrisas cómplices y silenciosas.

Sus ojos entonces aterrizaron en una cabeza gris, escondiéndose tímidamente detrás de la mesa del comedor.

— Coconut — Alessandro exclamó, las pupilas de Oliver se encogieron nerviosamente.

— Ven acá, amigo.

El felino de ojos azules dudó algunos segundos, saliendo de su escondite y acercándose con pasos lentos.

— Eso es, ven aquí — el chico lo alentó, tomándolo en brazos cuando se encontró suficientemente cerca y depositándolo en la barra junto a Oliver.

Suspiró, colocando sus dedos en el puente de su nariz.

— Ahora... vas a decirme de una vez, ¿qué fue lo que-

— ¡Tiramos a un guardia por las escaleras!

El departamento se quedó en un silencio repentino.

La tensión podía cortarse con tijeras.

El felino anaranjado apretó los dientes y miró a Coconut con una expresión asesina.

— ¿¡Qué hicieron qué!?

***

Gruesos copos de nieve se deslizaban por un lienzo gris, tintando como motas de acuarela los techos de las pintorescas casas de Mainz, Frankfurt.

El clima arreciaba contra puertas y ventanas, haciéndolos agitarse como monstruos asustados.

Radiadores soplaban aire caliente con zumbidos metálicos mientras los residentes se ocultaban en sus casas, refugiados entre sabanas y bebidas humeantes.

Paz, una pacífica tarde de invierno.

Aquella helada blanca brillaba luces frías sobre los tatuajes de una especial y joven mujer que pasaba su día libre con la nariz metida entre un par de páginas viejas.

El mundo de fantasías y letras se iluminaba dentro de su cabeza, con el viento soplando como una canción de fondo y formando parte de una tarde de perfección.

— ¡Dina! — un grito resonó por las escaleras, haciéndola suspirar y bajar su libro brevemente.

— ¿Sí?

Hacía ya bastantes años desde que Dina Schneider había decidido bloquear de su mente el enojo que las ondas sonoras de la ridículamente molesta voz de su compañera de cuarto le causaba.

Cat-a-clysmDonde viven las historias. Descúbrelo ahora