Manuela/Lola
Me gustaba mucho mi trabajo, pero hoy no estaba siendo mi día. Trabajar en una editorial como, precisamente, editora de libros siempre me pareció algo fácil y entretenido, pero cuando tienes un día de mierda da igual en qué trabajes, todo se tuerce.
Bajé a comer al restaurante del hermano de mi jefe, donde teníamos un 70% de descuento y donde también podía trabajar si no quería estar en la oficina.
Tras llenarme el estómago de pasta y chocolate, seguí con mi labor. Aquel libro apuntaba maneras y tenía toda la pinta de ser un Best Seller, pero mi cabeza estaba en otro lado, tenía otras cosas en las que pensar. Pedí un café para intentar darme un poco de energía, pero fue en vano.
Entraron en el local tres tipos con unas pintas un tanto desagradables. Uno, iba en vaqueros con una sudadera gris; otro, con una camiseta de tirantes que parecía mí ya difunto abuelo cuando vivíamos en el pueblo; y el tercero, iba en chándal, pero al menos tenía menos pintas de sucio. Cuando Silvio les atendió, noté en su voz la irascibilidad. Le daba mucha rabia, como a cualquier empleado de restaurante, que gente arrogante se presentase a última hora y pidiese comida sin ton ni son, como si fuesen los reyes del mambo. «Qué gilipollas» pienso cuando veo al de la sudadera pedir con actitud chulesca. Me fijo un poco más y veo que tiene una rosa tatuada en la cara y entonces me da un poco de asco. No me atrae en absoluto la gente que se tinta la cara, me parece antihigiénico. Intento volver a lo mío, a leer el futuro libro dichoso, pero les escucho reírse y fanfarronear sobre diferentes payasadas y mi conciencia está volada. En cierto punto me percato de que el único de los tres que está de frente a mí se está mordiendo el labio y intentando que no me dé cuenta de que me observa atentamente. Obviamente, no lo consigue. Mentiría si dijera que no estoy acostumbrada a que esto me pase. Los genes de mi familia paterna, procedente de Centroamérica, se habían traducido en tener «un cuerpo de infarto», como alguna vez me habían dicho; así que los hombres solían mirarme así, como él. Ahogo la risa e incluso la sonrisa varías veces para que no piense que estoy siguiéndole el rollo, porque eso no va a pasar. «Qué vas a hacer tú con ese, Lola, no pegas con él ni con quince kilos de súperglue» me digo tras cruzar con él la vista.
Es gracioso, porque este tiene también tatuajes en la cara, al igual que su amigo de pelo rizo, pero los suyos no me desagradan. Aunque hay de reconocer que tatuarse un helado y un beso en la cara denota que es imbécil y soberbio. Un niñato para mí.
Desearía no tener que levantarme para nada, ni siquiera moverme, pero tanta agua y café hacen mella en mi vejiga y me veo obligada a irme corriendo. Por si fuera poco, llevo tacones. Y eso significa que las posibilidades de desplazarme sin ser contemplada se reducen a cero.
Me puse en pie y sacudí de mi falda un par de migas, además me coloqué bien dicha prenda, para que llegase hasta donde debía: las rodillas. Cogí también mi maletín con todo lo que tenía, esos tres iban a ser mucho más hábiles que Silvio, y si me robaban no quería que se sintiese responsable. Aunque, siendo realistas, aparentemente, debían de tener bastante más dinero que yo. Pero si los años me habían enseñado una cosa, era a no fiarme de nadie por inofensivo que pareciese.
Cuando volví no estaban. Y de nuevo sería mentira si dijese que no me llevé una pequeña decepción. Era increíble el poco tiempo que habían estado y la cantidad de cosas que habían comido, porque apenas había sobrado nada. «Menuda forma de vida...» pienso de vuelta a mi mesa.
-¿Te falta algo? -me pregunta Silvio un tanto inquieto.
Miro y, teniendo en cuenta que me llevé todo excepto el café y el plato, sé que no.
-No, querido. Está todo. ¿Por qué?
-Esos pordioseros... Qué rabia me da ser camarero en estos casos... -sonrío mientras habla y acto seguido prosigue- Uno de ellos se acercó a tu mesa, supongo que con esas intenciones. Menos mal que fuiste lista y te llevaste contigo lo de valor.
-Gracias -vuelvo a sonreír-. Tú siempre tan atento.
Me vuelvo a sentar y esta vez tengo más esperanzas de continuar trabajando; ya no hay quien me descentre. Saco el portátil de su funda y lo pongo encima de la mesa. Segundos después, mientras espero a que se encienda oigo el ruido de algo muy pequeño chocar contra el suelo. A mí se me hace raro, porque en principio no identifico qué puede ser. Me retuerzo como puedo para alcanzar lo que se ha caído, que resulta ser una tarjeta publicitaria. «Sala Stella. Calle Arlaban, 7. Metro Sevilla/Sol» leo y se me escapa una sonrisa. Inmediatamente relaciono conceptos y pienso que el chaval ha dejado eso en mi sillón con la intención de que yo misma lo encontrase, y no Silvio.
Aprovecho que la sesión ya está iniciada en el ordenador y busco la sala en cuestión. El primer enlace que aparece en Google es la página de Facebook. Tal y como pensé, es un pub. Deslizo a fin de ver qué publicaciones son las más recientes y encuentro lo que me temía. «Infierno. Kaydy Cain. Anticipada: 12€» era la información destacada. Sigo sonriendo como una estúpida mientras rebusco información sobre él. Si se piensa que voy a ir a una discoteca llena de adolescentes para ver su penoso show, la lleva clara conmigo ¿quién se cree que es? Aparté la tarjeta y seguí a lo mío. Ya había perdido suficiente tiempo.