116. Sumados a la lucha

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Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo. Y en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos.
(Mario Benedetti)


Sebastian miró Joseph y tuvo que morder sus labios para no sonreír.

Era tan ridículo.

—Hola —Joseph se separó de la puerta y sonrió—. Y hola a ti también, pequeño —golpeó suavemente la nariz de Enaid y el pequeño enloqueció.

Sebastian sonrió ampliamente viendo a su hijo reír y tratando de atrapar el dedo de Joseph.

—Le gustas —Sebastian alzó su mirada hacia aquellos ojos de plata y sintió sus mejillas arder por la intensidad en esos ojos.

El índice de Joseph recorrió la mejilla de del pequeño Enaid, de abajo hacia arriba, nunca apartando la mirada de la de Sebastian, y cuando sus manos chocaron, dijo: —Me gusta también.

Sebastian tragó, ¿se refería a Enaid?

—¿Vienes a ver a tu hermana?

Sebastian asintió. No se supone que las encadenadas –o encadenados, en el caso de Magnus– pudieran tener visitas, pero con Sebastian era diferente, era su hermano y se quedara o no Clary con su hija, ellos todavía se verían. Así que habían autorizado la visita de Sebastian –eso y que en realidad la trabajadora social quería observarlo de cerca–.

—Vamos —Joseph rompió el contacto entre ellos y sonrió, sólo un poco, ante el suspiro de Sebastian. Le indicó que fuera delante—. ¿Te importa si hago una ronda antes de llevarte a la habitación de Clarissa?

A Sebastian le pareció extraño, pero aún así dijo que no. No le molestaba.

Pero, ¿por qué no hacía sus rondas Joseph más tarde si sabía que no tenía mucho tiempo con Clary?

—¿Esos son...? —Sebastian no podía creerlo cuando pasaron frente a una habitación con un gran ventanal de cristal, podían verse docenas de cuneros.

—Hijos de los encadenados que han dado a luz en los últimos días —confirmó y después bajó la voz: —Te dejaría entrar, pero eso ya sería muy obvio. Y además traes contigo a Enaid, no sería seguro. Pero mira a tu izquierda, la segunda de la tercera fila, esa es tu sobrina...

Sebastian intentó no ser tan obvio. No se veía muy bien desde esta distancia, era tan pequeña, envuelta en mantas rosas –Si Jace supiera–, aunque se notaba una matita de cabellos rubios.

—Es hermosa.

—Debe venirle de familia —Sebastian le guiñó y después le preguntó con un gesto si podía tomar a Enaid—. ¿Verdad, guapo? Son todos hermosos en esta familia, ¿cierto?

—¿Te gustan los niños? —Sebastian preguntó, mirando como actuaba con Enaid. Además, si cumplía con lo que tenía planeado, iba a necesitar ayuda, él no podría soportarlo solo, pero tampoco lo haría con alguien que no quisiera a su hijo...

—Si te soy honesto, y a pesar de haber pasado aquí tanto tiempo, nunca lo pensé. No eran más que bebés desconocidos, hasta que tú y Enaid llegaron —le sonrió entonces, sin coquetería, sin segundas intenciones, tan sincero que Sebastian no se ruborizó, pero se quedó sin aliento—. ¿Tú siempre quisiste ser padre?

Sebastian negó. —No, en realidad no estaba seguro de querer un hijo, pero ahora que lo tengo...no podría seguir sin Enaid. Él es mi vida. Es mi alma, justo como su nombre. Sin él moriría.

Encadenados (Malec Mpreg)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora