¿Dónde está la suerte?

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El impertinente ronroneo de la lavadora al encenderse se transformó en un chasquido estridente que acabó arrebatándola de la isla del Caribe en la cual retozaba, con una piña colada sobre su bronceado regazo.

Para su desgracia, despertó en Madrid a ocho grados de temperatura con un hilo de baba fría deslizándose por la comisura de sus gruesos labios, envuelta entre las sábanas de la diminuta cama; deseando que el aire fuera tóxico para así morirse de un simple respiro.

Alguien tocó la puerta de la habitación, y entonces se vio en la obligación de arrancarse la sábana del rostro. Como era de costumbre, no llevaba puesta la ropa interior ni nada que no fuera su gigantesca camiseta de The Police.

— ¿Laia? —murmuró Suje, su compañera de apartamento—. ¿Te desperté?

Ella tenía una respuesta sarcástica perfecta para replicar, mas tuvo la decencia de contenerse. Escuchar a su compañera de piso follar con su pareja en la habitación contigua le había hecho perder el sueño a mitad de la madrugada.

Todavía lograba recordar los nada discretos gemidos, los cuales oscilaban entre: «Ay Dios», «Sí, Toni, Sí», « ¡Más duro!», entre otras consignas de ánimo y blasfemias capaces de escandalizar hasta al Papa.

Se sentó temblorosa en el borde de la cama, acostumbrándose a la luz de la mañana que entraba por las rendijas de la persiana. En la habitación parecía haber pasado un tornado, las cosas estaban esparcidas y desordenadas por todos los rincones del pequeño espacio. Ese desastre natural no podía ser otro que ella misma, al llegar tarde una vez más de su noche laboral en el 29 Fanegas; el único sitio que sus pies habían logrado pisar más de una vez por ocho euros la hora, lavando platos hasta sacarse ampollas en los dedos. Cuando sus pies tocaron la gélida cerámica, dio pequeños brincos hasta conseguir las pantuflas para refugiarse del frío, al parecer, la calefacción se había dañado otra vez. Aquel pedazo de lata vieja no dejaba de mortificarla.

Suje le había llamado para encargarle el cuidado por unas horas de la pequeña Lucille, una gata de cinco meses que se había convertido en la adoración de la pareja con la cual compartía piso. Se encontraban de aniversario y lo celebrarían por todo lo alto en un bar, con unas cuantas tapas y cerveza. Eran una pareja fuera de serie, y Laia les había tomado aprecio en poco tiempo. No pudo evitar sonreír junto a la chica. Vivía con ambos desde hacía casi tres meses y de lejos eran las únicas personas que de inmediato le habían caído bien en aquella ciudad, considerando su, quizás, exagerada falta de confianza en la gente y el inevitable hermetismo sobre sus asuntos personales. Suje trabajaba como niñera en la casa de una señora cuidando a sus niñas y regresaba siempre a eso de las seis de la tarde, dejándole libre los fines de semana. Aquel era el trabajo que Laia necesitaba en su vida, eso y un novio atento como Toni, quien además cocinaba maravillas.

—Por cierto—comenzó a decir y apretó sus labios—. Olvidé decirte que necesitamos el dinero de la renta para esta semana, ¿crees que puedas tenerlo? no quisiera preocuparte, sé que no ha sido fácil para ti.

—No te preocupes, ya casi lo tengo completo—le contestó acariciando a Lucille para ocultar sus nervios de hablar sobre dinero.

— ¡Perfecto! Iré a Gran Vía, quiero conseguirle algo a Toni antes de encontrarnos, te veo mañana—se despidió, tomando sus llaves y dándole un pequeño abrazo—. Por favor, deséame suerte, ah, y cuida a mi bebé.

— ¡Adiós, mamita!— moduló Laia, tomó una de las pequeñas patitas de Lucille y la movió en el aire, simulando hacer la fina voz de la gata.

Rato después, se aventuró a realizar las compras que no había podido hacer. Solía tomar como atajo la estación del metro Simancas para poder llegar a otra salida que daba al supermercado más cercano. Eran cerca de las once treinta cuando comenzó a lanzar cosas en la canasta contando los pocos euros que le había prestado su "querida" prima para la comida de la semana.

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