El maldito prólogo

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El metro apestaba a muerto, como si toda la basura citadina fuese sido introducida a propósito y esparcida entre los vagones, eso hablando metafóricamente, en realidad; el hedor provenía de los mismos pasajeros quienes al parecer no sabían lo que era ducharse. Nunca había dicho tantas groserías en un solo día, pero aquella tarde estuvo muy cerca de romper el record mundial.

Lo primero que hizo al llegar a la estación fue arrojase sobre la puerta del vagón, estampando la cara contra el cristal. Las luces rojas de los botones parpadearon, siendo reemplazadas por las verdes. Esperó impaciente al pitido, pero este no se dignaba a aparecer. Cuando al fin lo hizo, atravesó las puertas como alma arrastrada por el diablo hacia el averno y subió las escaleras de la estación a tropel, esquivando a la gente.

Siempre había visto el subterráneo cual descenso simbólico al infierno, al igual que contemplaba a Madrid como el purgatorio; una opción menos catastrófica que de igual modo la mantenía en un limbo insoportable.

Se retrasó veinte minutos. Solo le había pasado en dos entrevistas de trabajo de las quince que ya llevaba encima; pero aquella era particularmente importante. La encargada del Café Mediterráneo le había llamado luego de ver su elaborado y falso perfil en Milanuncios ofreciéndole un puesto de camarera en el turno ideal. Pensó que aquello nunca sucedería, pero allí estaba la oportunidad de oro...y ahí estaba ella también, como una pequeña polilla queriendo saltar a la luz, perdiendo tiempo mientras la gente en las escaleras eléctricas no se apartaba de su camino.

«Avenida Mediterráneo cuarenta y dos» repetía en su mente sin cesar. Esa era también la dirección borrosa escrita en la palma de su mano. Sin embargo, cuando salió hacia la calle, no halló el lugar ni mucho menos algo que le dijera hacia dónde ir. En un chasquido entró en pánico y la gente le miraba raro mientras ella exteriorizaba una parte de su berrinche, hasta caer en cuenta de que había elegido la salida equivocada. Deliró de ira, odiaba ese metro, odiaba las salidas, odiaba toda la puñetera ciudad.

Bajó de regreso y tomó la salida correcta, pudiendo hallar lo que buscaba al pasar la calle después de la luz verde del semáforo peatonal. El Café Mediterráneo aguardaba y ella estaba vuelta un desastre. Su cabello castaño se había despeinado y esponjado debido a la brisa fría de la primavera y sus viejas Whoogas estaban húmedas. Cuando ingresó al lugar, le obsequió una sonrisa culposa a la mujer regordeta tras la barra y acomodó su cabello en una coleta tanto como pudo.

—Buenas, vengo para la entrevista de trabajo—se anunció.

—Llegas tarde, niña. El señor Talat te está esperando—contestó la señora, haciendo un ademán con la cabeza.

Apuntó con el pulgar hacia el interior del sitio y la señora asintió, por lo cual se dispuso a acelerar el paso. Un hombre de rasgos árabes con aproximadamente treinta o cuarenta años esperaba, a esa hora el café aún estaba vacío pero se acercaba la amenazante hora pico del almuerzo. Se sentó en la mesa frente a él, y entrelazó las manos sobre el mantel...después recordó que según un artículo que había leído en internet aquel gesto denotaba inseguridad, por lo cual acabó escondiendo las manos sudorosas en el regazo bajo la mesa.

—Y bien...—comenzó a decir el hombre, tomándose una taza de té— ¿Tenéis experiencia como camarera? He leído tu currículum. Estoy impresionado.

«Oh, el currículum falso que hice fue todo un éxito, señor, tendré experiencia en todo lo que usted me diga; lavando dinero, matando gente y escondiendo sus cadáveres...obviamente no puedo decirle que no, ¿cree que soy tonta? ¿Lo cree?».

—Sí—mintió, con la sonrisa amplia y sostenida—. La verdad es que siempre he estado metida en esto de los bares, cafés, atendiendo el público...—mintió la muchacha otra vez con el descaro digno de un gato atrapado in fraganti.

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