Felíz cumpleaños, Matt.

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Tan solo abrir los ojos significó una tortura medieval.

A medida que su cuerpo despertaba en desventaja, sacudido por mareos incesantes, se dio cuenta de que no estaba en su cama. La superficie en la cual se hallaba era más blanda en comparación con su colchón; los molestos resortes no habían chillado bajo su peso. Era parecido a retornar de la muerte luego de haber estado bajo tierra por tres días, así mismo lo sintió; y Laia sospechaba que su muerte implicaba ser arrollada por un tren a alta velocidad. La claridad le obligó a cerrar los párpados otra vez, no soportaba la luz del sol en la cara, la quemaba como lo haría con un vampiro.

Tenía en la boca un sabor desagradable a servilleta, amargo sabor a limón; repulsivo y seco. Cuando fue capaz de abrir los ojos deseó no haberlo hecho, porque todo comenzó a dar vueltas vertiginosas al compás de su estómago vuelto añicos. Las formas en el estampado del techo parecían cobrar vida volviéndose figuritas animadas que danzaban de un lado a otro con faldas hawaianas. Ella siguió el baile de las mismas hasta caer en cuenta de que ese tampoco era el techo de su habitación. Entonces, si esa no era su cama ni ese era el techo de su habitación, ¿dónde demonios estaba y por qué sentía que su cabeza iba a estallar?

Se levantó de golpe lanzando un alarido, le costó caro. Punzadas de dolor le martillearon la cabeza, sentía que se había tomado algún combustible por accidente y se había quemado el ducto de la garganta. A duras penas y podía sentir las piernas, los talones al igual que las rodillas protestaron en el momento en que se sacudió. Miró a su alrededor agitada, escuchó a poca distancia los murmullos de una voz desconocida.

Estaba tirada en uno de los sofás del reservado del club desolado, lleno de basura, con el piso sucio lleno de servilletas usadas. Copas y botellas vacías donde mirase. Una sombrilla de coctel rosa rodó hacia un lado, soplada por el viento que fluía a través de la puerta de cristal corrediza frente al balcón principal con vista panorámica a la ciudad, recordándole a Laia esas películas del viejo oeste. El sol entraba iluminando pequeñas motas de polvo suspendidas en el aire, ¿qué hora era? ¿Había amanecido allí sola? ¿Dónde estaba la gente del club?

Casi soltó otro grito al verse reflejada en uno de los espejos verticales en las paredes cercanas a la barra. Su cabello parecía haber sido moldeado por un huracán, tenía unas ojeras que cualquier panda elogiaría y llevaba puesta una chaqueta negra gigantesca y abombada hecha de tela impermeable, con las letras «Alpha Force» descritas en un imagotipo naranja del lado izquierdo del pecho. El abrigo desprendía el aroma inconfundible de Jason, su jefe.

Se llevó las manos a los pechos y los tocó por encima de la chaqueta, se toqueteó hasta llegar al inicio superior del cierre y espió, efectivamente, estaba desnuda. Para aumento de su exaltación, ella no tenía ni la más mínima idea de qué había sucedido, dónde estaba el resto de sus compañeros, ni cómo había terminado dormida en uno de los muebles sin otra ropa que no fuera la chaqueta de Jason. No recordaba nada de las últimas horas.

¿Qué había pasado?

«No, no puede ser, dime que no es verdad, Laia».

Temió lo peor. De inmediato quiso levantarse del sofá, pero terminó cayéndose luego de un tropiezo inicial al lado de este. Se recuperó rápidamente de la caía y bajó por los escalones del reservado, esquivando un charco de cerveza que olía a podrido. Alguien había dejado la pequeña radio de la barra encendida, sintonizaba en una estación que siempre solía hablar de eventos y farándula madrileña.

A medida que avanzaba, dejó de vigilar el suelo por un momento y percibió que algo le punzó el dedo grande del pie. Reprimió un grito de dolor y levantó su pie para mirarlo; se había cortado con un diminuto pedazo de cristal y del dedo comenzaba a pulular sangre. Todo gracias al idiota o a la idiota que seguro habría dejado caer una copa. Maldijo por lo bajo entre resoplidos, si pretendía llegar a la barra tendría que ir dando pequeños brincos, por lo cual comenzó a cojear apoyando solo el talón de su pie lastimado, con los labios apretados en una mueca de disgusto. El sujeto de la radio seguía hablando, el dolor de su dedo la había despertado por completo.

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