Prólogo

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El silencio resultaba aplastante, roto cada pocos segundos por el desconcertante y repetitivo pitido de los latidos del corazón siendo registrados. La luz anaranjada del atardecer se colaba por la ventana y bañaba la habitación del hospital con colores cálidos pero monótonos.

Tendido en la cama, un adolescente de apenas dieciséis años dormitaba con la nariz y la boca cubiertos por una mascarilla. El sonido de su respiración era tortuoso, áspero; un fiel reflejo de la quemazón que sentía el chico cada vez que el aire intentaba llegar a sus pulmones. Si estuviera despierto, lo describiría como si tuviera cenizas ardientes en el pecho y en la garganta.

Pero no lo estaba, y de nuevo, lo único que se escuchaba en la blanca habitación era el constante pitido de sus pulsaciones.

Entonces, la puerta del cuarto fue abierta con un suave susurro mientras era echada a un lado. Un joven de pelo negro ingresó sin caer ruido, cerrando tras él con cuidado. Vestía un uniforme peculiar, compuesto por una larga gabardina negra con detalles blancos en las mangas y en los hombros, adornada con dos cinturones blancos entrecruzados en la cadera y varios bolsillos y hebillas colocados de forma estratégica. Calzaba botas altas negras y una capa blanca le colgaba del hombro izquierdo. En ambos hombros y en el pecho, una insignia dorada y cinco estrellas debajo.

Procurando no hacer ruido, se acercó a la cama. Por un momento, su mirada, negra, profunda y seria, se concentró en la pequeña pantalla, en esos latidos desesperados que luchaban por no detenerse.

De sus labios se escapó un suspiro cansado y, por fin, contempló al chico. Tenía el pelo rosa, opaco y sin brillo. El tono de su piel se había puesto pálido y de un aspecto enfermizo a causa de estar tanto tiempo ingresado y profundas ojeras le adornaban el rostro como prueba del mal sueño. No había duda de que se estaba muriendo.

El recién llegado se quitó los guantes negros que llevaba, se sentó en la cama y, con suma delicadeza, hundió los dedos entre esos mechones de color peculiar. Como si se tratara de algo que se pudiera romper en cualquier momento, le acarició el cuero cabelludo con paciencia y cariño, aguardando a que poco a poco el menor se despertara. Odiaba interrumpirle el sueño, ya de por sí inestable, pero aquello era importante.

No tuvo que esperar mucho para que una mirada verde y cansada lo estudiara con confusión.

—¿Nii-san? —murmuró el chico al reconocerlo, parpadeando despacio y sin energía. Su voz salió en un susurro sin fuerzas, ronco y magullado, como si tuviera la garganta al rojo vivo o hubiese tragado demasiado humo. La mascarilla se empañó con su aliento.

—Hola, Natsu. —Su hermano sonrió con suavidad, hablando despacio y en tono calmado, tranquilizador—. ¿Cómo te encuentras?

Natsu, en vez de contestar, quiso incorporarse y quitarse el aparato que le cubría la mitad inferior del rostro. Su hermano lo detuvo antes de que pudiera siquiera intentarlo y lo obligó a que se tumbara de nuevo. El pequeño ahogó una tos, gimiendo con dolor.

Respirar dolía.

—Tranquilo, está bien, no te esfuerces.

Natsu acató la orden sin rechistar y se hundió de nuevo entre los almohadones que lo mantenían más o menos sentado. Contempló a Zeref con duda, fijándose en que seguía con el uniforme de la Academia y que ciertas partes estaban cubiertas de polvo. Luego, se adentró en los ojos negros de su hermano y este comprendió su pregunta aún si no habían palabras de por medio.

—Creo que he encontrado una solución, Natsu. —La emoción desesperada teñía sus palabras; él también lucía ojeras. Le cogió la mano que no tenía el pulsómetro y se la apretó con fuerza—. Esta vez estoy seguro. Si todo sale según los cálculos, te pondrás bien y podrás volver a casa conmigo. ¿No es eso genial? ¡Podrás salir de aquí!

El mago que no era magoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora