Capítulo 30

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—¿A qué ha venido eso de antes? —preguntó Natsu ya cuando terminaron de comer y salían de la cafetería con calma. Se sentía observado, y no tenía ninguna duda de que más de uno los miraba sin parpadear a través de las ventanas de la cafetería.

Dimaria, caminando a su lado, se encogió de hombros, como si no hubiese revolucionado medio edificio con sus acciones y palabras.

—Solo estaba diciendo la verdad —se defendió, inocente y con las manos a la espalda—. Eres un cabezota. Mavis comparte mi teoría de que es un problema genético.

Natsu abrió la boca al instante, dispuesto a replicar, pero no se le ocurrió ningún argumento convincente. Al final, se decantó por la opción de resoplar indignado.

—No puedo creer que confabuléis en nuestra contra de esta manera.

—No confabulamos —se rio ella para, después, lanzarle una mirada de reojo—. Solo intercambiamos consejos como buenas cuñadas.

Natsu le frunció el ceño de forma dramática.

—No sé de dónde has sacado eso, pero está claro que tu diccionario es distinto del mío.

Aquello le arrancó a Dimaria una carcajada que se perdió en el viento. Cerca de la cafetería había una zona ajardinada que precedía a una pequeña pero densa arboleda de cerezos que ya habían perdido su flor. Mientras se adentraban en ella en su improvisado paseo, Dimaria contestó con voz coqueta:

—Puede ser. En el mío la definición de cascarrabias es tu nombre.

Natsu puso los ojos en blanco, pero una sonrisa traicionera le tensó los labios. Tragándose la risa, alzó una ceja y sus dedos se deslizaron silenciosos por la muñeca de ella antes de entrelazar las manos.

—¿Aparezco en algún término más? ¿O solo ese?

—En cabezota también, por supuesto —contestó, casi al instante y sin perder el ritmo. Él se rio entre dientes y, en cuanto supo que ya no estaban a la vista de nadie, tiró de ella hacia la sombra del cerezo más cercano.

—Por supuesto —concedió, bajando el tono de voz. Dimaria apoyó la espalda contra el tronco y él invadió su espacio personal—. ¿Alguna más?

Dimaria torció una pequeña sonrisa e inclinó la cabeza, observándolo. El largo flequillo le cayó hacia delante, una cascada de mechones rubios que relucían en los pequeños parches de luz que creaban las hojas en lo alto. Natsu le acarició con la punta de los dedos la cintura, tentativos, y ella le rodeó el cuello con un brazo.

—Impulsivo —murmuró, acariciándole la nuca con las uñas; una caricia casi fantasmal.

Natsu sonrió tras la bufanda y se acercó medio paso más. Con gesto suave, le volvió a colocar el pelo tras la oreja.

—¿Y qué más? —siguió preguntando, sin perder detalle de cómo Dimaria se inclinaba hacia su toque.

—Gruñón.

Natsu se rió entre dientes y le pasó los dedos vendados por la sien, uniendo dos pequeños lunares que se escondían con el nacimiento del pelo pero que él conocía bien.

—¿Y? —volvió a interesarse, su susurro cargado de diversión y algo más. Algo que llenó el aire de expectación y tensión.

—Atractivo.

Esa palabra le arrancó una sonrisa, y para ocultarla se agachó hasta que su nariz le rozó la mejilla. Inspiró hondo y, más allá del olor mentolado del ethernano de su bufanda, descubrió el aroma de los cítricos. Sintió a Dimaria estremecerse, y él se quedó quieto.

El mago que no era magoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora