Capítulo 4

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Los murmullos nerviosos de los alumnos llenaban el área de entrenamiento. Se trataba de una sala enorme, vacía a excepción de dos mesas abarrotadas de armas que había en el centro. Tanto del suelo como en las paredes se entrelazaban líneas y puntos, como si estuvieran inmersos en una cuadrícula gigante. El techo estaba cubierto de focos, luces y poleas. En la pared del fondo, un enorme ventanal ocupaba la mitad superior de su extensión. No se veía nada al otro lado.

Mest, delante de su grupo de estudiantes, aplaudió con decisión un par de veces para llamar la atención y silenciar el batiburrillo de voces. Poco a poco, los susurros fueron perdiendo intensidad hasta acabar en un silencio ansioso e impaciente. Todos sabían por qué estaban ahí.

—Bien, tal y como os informé hace dos días, el Departamento de Armamentística os ha preparado una serie de armas para que podáis elegir la que más se ajuste a vosotros.

Los alumnos intercambiaron miradas nerviosas y, en cierto modo, ilusionadas. Solamente un único estudiante se mantenía al margen, alejado un par de pasos del grupo y contemplando las armas con las manos en los bolsillos. Su mirada era desinteresada y aburrida, dejando claro que para él, todo aquello era una pérdida de tiempo. Más de uno le lanzaba miradas de reojo sin saber qué pensar de su actitud.

—¿Y cómo sabremos cuál es nuestra mejor opción? —quiso saber alguien, una maga con un peinado que imitaba las orejas de un gato. En sus mejillas tenía un par de rayas que simulaban bigotes.

—Usándolas —fue la simple respuesta de su tutor.

—¿Eh?

Mest hizo un gesto amplio para abarcar las armas que había tras de sí antes de meter las manos en los bolsillos y mirar a sus alumnos no sin cierta superioridad, como si para él no valieran nada, como si fuesen simples hormigas. Sus ojos eran puro y gélido hielo.

—¿Alguno de vosotros ha sujetado una pistola alguna vez? —inquirió, apoyando la cadera en la mesa y entrecruzando las piernas, estirándolas hacia delante.

Silencio. Mest sonrió con amargo placer.

—Por supuesto que no. La gran mayoría de vosotros ni siquiera ha visto alguna de cerca. —Por cómo hablaba, parecía que los estaba insultando y, aún así, ninguno se atrevió a abrir la boca—. Sois unos críos recién llegados con aires de grandeza y sueños de héroes que a la mínima muestra de peligro se pondrá a temblar, llorará y saldrá corriendo.

Hubo expresiones de molestia e indignación. ¿Cómo se atrevía? Habían pasado un riguroso y complicado examen para llegar hasta ahí, para vestir ese uniforme que llevaban puesto. Y, antes de eso, habían entrenado hasta la saciedad con tal de poder estar a la altura. Por tanto, ¿cómo se atrevía a denigrarlos de aquella forma tan gratuita? ¿De dónde se sacaba semejante derecho?

Un estudiante, calvo y vistiendo como un exterminador, dio un paso al frente y Mest arqueó una ceja.

—¿Algún problema, señor Shin?

El chico asintió, con el ceño fruncido, y lo apuntó con un dedo de forma brusca y acusatoria, falto de modales.

—No tiene derecho, sensei —espetó con rabia—. Nos conoce desde hace dos días y ya nos acusa de cobardes. No sabe nada de nosotros.

—Sé lo suficiente —aseguró, sin parecer demasiado molesto por la bravuconería y la falta de respeto del joven. Se dio la vuelta y alcanzó la primera pistola que vio en la mesa. Mientras la sopesaba con las manos de forma distraída, siguió hablando—. Sé que es cierto porque la inexperiencia os hace volubles, impulsivos y predecibles. Ni siquiera sabéis cómo cargar esta pistola —añadió, alzando el arma—. De equivocarme, te habrían importado bien poco mis palabras y habrías sabido no perder la compostura ante una provocación tan simple.

El mago que no era magoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora