2/25 - Por los desaparecidos

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—... desgraciadamente, el tiempo de hipoxia ha sido bastante largo; cuando los servicios de emergencias llegaron a su hijo, ya llevaba un tiempo sin respirar. Había daños de órganos vitales y tuvimos que operar de urgencia, sabíamos que entrañaba riesgos y, lo siento mucho, señor Ibáñez, pero la operación... —el padre dejó de escuchar. El doctor lo supo por aquella mirada, aquella mirada que había en los ojos de todos los que tenían que recibir semejante noticia, aquella en que los ojos se anegaban de lágrimas, incluso en aquellas personas que parecían acostumbradas a no llorar nunca, bajo ningún concepto. En días como aquellos, preferiría haber elegido otra profesión, una en que las cosas nunca pudiesen salir mal. 

Pero sabía que no había profesión semejante porque el trabajo era como la vida misma: había cosas que siempre acababan jodidamente mal. Recordó lo que había dicho su abuelo antes de morirse: "no estéis tristes, que el que se muere soy yo". Pero el que se muere ya no puede sentir nada y, al final, los que sufren son los vivos. Los entierros son para los vivos. El luto, las lágrimas, las canciones tristes... todas, para ellos. 

Levantó una mano y la colocó sobre el hombro del hombre, era más alto que él y más fuerte, pero se sacudió bajo su tacto como si hubiese pulsado un interruptor y empezó a llorar. 

—Lo siento mucho —fue lo único que fue capaz de decir. Era lo único que siempre se le ocurría decir en un momento como aquel porque no había ética médica que te preparase para algo así y ni siquiera vivir lo mismo cien veces era útil para no sentir nada. Para no tener un poco de empatía. 

Siempre deseaba algún milagro como en todas las películas. Como si los protagonistas no muriesen. Como si todos pudiesen salvarse. Todos los días... todos los días desaparecían los insalvables. Todos aquellos por los que ya no se podía luchar o que ellos mismos ya no querían luchar. Los que preferían morirse que seguir viviendo y aprovechaban la oportunidad. 

[...]

Trece años antes...

—¡Feliz cumpleaños! —Emma miró a su hermano con una sonrisa y él la imitó. 

—Igualmente, enana —su hermana extendió los brazos en toda su amplitud y apretó fuertemente a Tobías en un abrazo que hizo que su sonrisa creciese. Sin embargo, le soltó de inmediato en cuanto vio a sus padres cargando una pequeña caja de regalo en su mano y le hizo a un lado. 

—¿Qué es? ¿Qué es? —exclamó, dando saltos de emoción —. ¿Es para mí? —el padre sonrió y le tendió la cajita. 

—Desde luego, para nuestra campeona. Estamos muy orgullosos de ti, Emma. De tu matrícula de honor y de que hayas entrado en la mejor escuela de repostería. Esperamos que sigas estudiando así de bien. 

Emma se apresuró a abrir la caja y empezó a chillar en cuanto vio que se trataba de la llave de un coche. Como un vendaval, corrió al exterior para ver qué clase de vehículo le habían comprado sus padres, mientras Tobías se les quedó mirando pensando en cuál sería su regalo. 

—El libro que querías —dijo el padre, tendiéndole un ejemplar de Orgullo y prejuicio que ni siquiera estaba envuelto en papel de regalo —. No juzgo tus gustos literarios, pero deberías leer cosas más de hombres. Y a ver si aprendes un poco de tu hermana, que a este paso ni acabas el instituto. 

Tobías agarró el libro aguantándose las ganas de llorar. 

—Gracias —dijo, igualmente, al tiempo que el padre sonreía y le daba una suave palmada en la espalda. Acto seguido, los padres se marcharon al exterior para ver cómo Emma disfrutaba de su nuevo coche. Tobías apretó el libro con sus manos y deseó romperlo en cientos de pedazos, pero una dulce voz a su izquierda evitó que lo hiciese. 

El mejor amigo de mi hermana [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora