Cristina Pérez permaneció en un extremo de la fiesta y confió en que la expresión serena que había practicado frente al espejo durante la última semana siguiera en su sitio.Aquella era, sin lugar a dudas, la noche más humillante de su vida. Su prometido, o mejor dicho, su ex prometido, iba a casarse con otra mujer.
Tal vez no fuera tan malo si su ex prometido no fuera el príncipe Gonzalo de Janin. Ella tendría que haber sido su reina, pero ya no era más que la novia abandonada.
Un hecho que a la prensa le encantaba recordar. Una y otra vez. Apenas había tenido un momento de tranquilidad desde que Gonza la dejó de manera humillante y pública por otra mujer.
Ni siquiera había tenido la cortesía de comunicárselo personalmente. No, había dejado que lo descubriera en las páginas de los periódicos sensacionalistas. Resultaba humillante tener que soportar tanta compasión.
Incluso miradas de censura, como si en cierto modo fuera culpa suya. Como si hubiera sido a ella a quien hubieran descubierto besando a otro hombre a pesar de estar prometida, como Gonzalo había sido fotografiado con Silvina.Lo que menos deseaba Cristina era estar en aquella fiesta de anuncio de compromiso esa noche, pero no tenía elección.
–Debes ir –le había dicho su madre cuando se negó a asistir–. El protocolo lo exige.
–Me importa un bledo el protocolo –replicó Cristina.
Y así era. ¿Por qué había sido castigada de forma tan brutal si había dedicado su vida al protocolo y al deber?
Su madre le tomó las manos.
–Cariño, hazlo por mí. La madre de Gonzalo es mi mejor y más antigua amiga. Sé que se sentiría decepcionada si no estuviéramos allí para apoyarla.
¿Apoyarla? Cristina sintió deseos de echarse a reír, de gritar, de llorar por la injusticia de la vida. Pero no lo hizo. Y finalmente hizo lo que su madre le pedía porque, para colmo, se sentía culpable.
Se puso tensa cuando el rey hizo un brindis por la feliz pareja. Pero alzó la copa de champán como todos los demás y se dispuso a beber por la salud y la felicidad de Gonzalo y Silvina, la mujer que había vuelto del revés su predestinada existencia.
Al menos estaba segura de que no habría fotógrafos aquella noche. Estarían esperando en las puertas del palacio, naturalmente, pero por el momento se encontraba a salvo.
De todas formas tenía que sonreír. Tendría que enfrentarse a los artículos, las fotos, los testimonios de supuestos amigos asegurando que lo estaba llevando bien, o que estaba triste, o que el corazón se le había roto en mil pedazos.
Cristina le dio un sorbo a su copa. Solo una hora más y se marcharía de allí. Volvería al hotel, se metería en la cama y se cubriría la cabeza con las sábanas. Terminó el brindis y entonces la orquesta empezó a tocar un vals.
Cris dejó la copa de champán prácticamente intacta en la bandeja de un camarero que pasó a su lado y se dirigió hacia las puertas de la terraza. Si pudiera escapar unos minutos, sería capaz de soportar la siguiente hora con más fortaleza.
–Cristina –la llamó una mujer–. Te estaba buscando.
Cristina apretó los dientes y se giró hacia Milva, la esposa de uno de los ministros.
La mujer se acercó a ella con una sonrisa radiante empastada en su maquillado rostro. Pero no fue la señora la que le llamó la atención, sino el hombre que estaba a su lado.
Parecía inglés, uno de tantos que habían llegado recientemente a Buenos Aires. Era alto e iba vestido de esmoquin, como la mayoría de los invitados. Era bastante atractivo.