Hacía una mañana gloriosa en Bs.As. El sol brillaba con fuerza en el cielo
Cristina se abrochó el cinturón de seguridad y trató de calmar su acelerado corazón cuando el avión se dirigió a la pista de despegue.Rodolfo era el piloto. No se lo esperaba. Cuando dijo que irían en su avión, dio por hecho que habría una tripulación abordo. Y la había, pero Rodi les había dado el día libre.
–¿No necesitas ayuda? –le había preguntado ella.
–Es un avión pequeño –aseguró Rodi–. Puede volarlo un único piloto. Esta vez me he dejado el 737 en casa.
–Te has tomado muchas molestias para un viaje tan corto.
–Relájate, Cris–sonrió él–. No me dejarían despegar si no tuviera licencia.
Estaban entrando en la pista para despegar y Rodi le dijo algo a la torre de control, le respondieron que adelante y el avión avanzó a toda velocidad por la pista para despegar.
Cristina se mordió el labio para contener la carcajada que quería soltar en aquel momento.
Le encantó todo lo que significaba el despegue. Que el avión se elevara por los aires, que se elevaran en el cielo y el paisaje se fuera haciendo cada vez más pequeño. Podía ver el palacio, los tejados de terracota de la ciudad, el reflejo del sol sobre el vidrio y el metal.
Se acurrucó en el asiento y experimentó una extraña sensación de alivio. Lo estaba dejando todo atrás. Era libre, al menos durante las próximas horas, y sintió de pronto el corazón ligero.
Se giró para mirar a Rodolfo y vio que la estaba mirando. El estómago le dio un vuelco.
–¿Estás contenta? –le preguntó.
Cris se preguntó cómo lo sabría. No lo había demostrado.
No se había reído ni sonreído. Lo sabía porque lo había practicado durante muchos años. Era esencial para una reina mostrarse tranquila, ocultar los sentimientos bajo una máscara de fría profesionalidad. Se le daba bien.
Normalmente.
–No estoy ni… ni contenta ni triste –afirmó tartamudeando un poco.
–Mentirosa –le espetó Rodi aunque con una sonrisa–. Tengo una idea, Cris.
Ella ignoró el modo en que había pronunciado su nombre y el adjetivo que lo acompañaba.
–¿Qué idea?
La ardiente mirada que le dirigió tuvo el poder de derretirla por dentro. Rodi la miraba como si fuera su dueño, y eso le provocó chispas de fuego dentro del cuerpo.
–Volemos a Uruguay. Podemos pasar el día allí, comer pasta, visitar lugares... –arqueó una ceja y dejó caer la voz una octava antes de decir lo siguiente–, hacer el amor. Regresaremos a Buenos Aires por la noche y lo visitaremos mañana.
Cristina sintió que se le ponía roja la cara y el corazón le dio un nuevo vuelco.
–Imposible –dijo.
–¿Por qué? ¿Porque no te caigo bien? No hace falta que te caiga bien para lo que tengo en mente, Cristina.
–No me caes ni bien ni mal. Me eres indiferente.
–¿De verdad? Me resulta difícil creerlo.
–No entiendo por qué.
–Porque soy un Barili.
Cris se cruzó de brazos y miró por la ventanilla. Debajo de ellos, el mar se agitaba en todas direcciones.
–No puedo culparte por lo que ha hecho tu hermana.