No había oído bien. Seguro que no. El mundo parecía ir más despacio, los sonidos del exterior del coche se distorsionaban en sus oídos.
Rodolfo solo podía centrarse en ella, en su rostro cansado y sus ojos demasiado abiertos.–¿Cómo? –preguntó con voz más fría de lo que era su intención.
Cristina apartó la vista y se encogió de hombros.
–No lo sé. Yo… estaba tomando la píldora, pero no la tomé los dos días que estuvimos varados en la isla –dejó caer la barbilla al pecho–. Cuando volvimos debí confundirme con la dosis.
Cris jugueteó con las perlas que asomaban sobre el impermeable, las mismas que llevaba en la isla. Un gesto nervioso que él conocía ya muy bien.
Rodi solo pudo parpadear. Una corriente helada le atravesó, dejándole paralizado. Un hijo. Su hijo. No le cabía ninguna duda de que aquel niño era suyo. Ninguna.
Pero no podía ser padre. Era la última persona del mundo capacitada para serlo. ¿Y si era como Omar? ¿Y si no sabía qué hacer cuando aquel pequeño ser llegara al mundo y le necesitara?
El frío atravesó el pánico y eso acabó con su inmovilidad.
Salió del coche con calma y le tendió la mano a Cris. Tras una breve vacilación, esta deslizó los dedos en la palma.
Una nueva sensación se apoderó de él al sentir el contacto de su piel.
Ella no dijo nada cuando la guió al interior del hotel y atravesaron el vestíbulo hasta el ascensor de madera y bronce.
–¿Qué habitación? –preguntó mientras el ascensorista esperaba pacientemente.
–La quinientos cuatro –murmuró ella.
El ascensor se puso en marcha con velocidad sorprendente para su antigüedad y alcanzaron el quinto piso muy deprisa.
–Ya hemos llegado, señor Barili –dijo el ascensorista.
Rodi sacó un billete del bolsillo superior de la chaqueta y se lo puso al hombre en la mano sin fijarse de cuánto era.
Luego acompañó a Cris hasta la puerta de su habitación.
Ella sacó la llave de un bolsillo, la abrió, entró y Rodi hizo lo propio detrás de ella.
Embarazada.
Había una lámpara encendida en la suite que iluminaba la zona de estar. La habitación estaba decorada con antigüedades, tapizados de seda y los últimos inventos electrónicos. Pero Rodolfo no se fijó en ninguna de aquellas cosas. Lo único que veía era a la mujer que tenía delante.
Todavía llevaba el impermeable abotonado hasta el cuello y tenía las manos en los bolsillos. Sus ojos decían que estaba agotada y asustada.
Rodi sintió una punzada de ira. ¿Tenía miedo de él, después de lo que habían pasado juntos?
–¿Has confirmado el embarazo? –le preguntó.
No era la primera vez que una mujer aseguraba que estaba esperando un hijo suyo, aunque sí era la primera que se lo creía.
Ella alzó la cabeza en un gesto desafiante.
–Me acabo de hacer la prueba esta mañana. Ha dado positivo.
–¿No has ido al médico?
Cris sacudió la cabeza.
–Me entró pánico. Tenía… tenía que verte.
–¿Y qué plan tienes ahora, Cristina? ¿Qué quieres de mí? –sabía que sonaba duro y cruel, pero no era capaz de hacerse a la idea de que iba a tener un hijo, un niño inocente que se merecía algo más de lo que él podía darle–. Si estás pensando en poner fin al embarazo, no me opondré –añadió.
Ella abrió los ojos de par en par y se llevó la mano al vientre.
Rodolfo se sintió como un imbécil.
–No –afirmó Cris–. Quiero tener este hijo.
–¿Por qué? –no pretendía ser cruel, pero tenía que saberlo.
Su madre había sido madre soltera hasta su muerte. Rodolfo se había preguntado muchas veces si hubiera escogido otro camino de haber sabido lo difícil que iba a ser.
–Porque sí. Porque tengo medios económicos y porque no soy tan egoísta como para negarle a este niño la oportunidad de vivir cuando tengo tanto que dar.
–No será fácil –aseguró Rodi–. Tienes que saberlo.
–Soy muy consciente.
Rodolfo se acercó al mueble bar y se sirvió dos dedos de whisky. Necesitaba calmar el acelerado corazón, algo que le tranquilizara los nervios. Embarazada.
Él siempre había sido muy cuidadoso, sin duda debido a las circunstancias de su nacimiento, algo que juró que no le sucedería a un hijo suyo.
No supo que tenía un padre hasta que, a los diez años, perdió a su madre.
Alzó el vasito de cristal y dio un sorbo.
–Por supuesto, te apoyaré económicamente a ti y al niño –afirmó girándose hacia Cris.
No abandonaría a su hijo. Lo haría lo mejor que pudiera, aunque no sabía cómo.
–No necesitamos tu dinero –le espetó ella con la cabeza alta–. El dinero no es el problema.
Rodi sabía que todavía estaba ofendida por lo que le había dicho sobre interrumpir el embarazo, pero no había sabido qué más decir. No sabía cómo ser padre.
–No, por supuesto que no –reconoció él.
Cris venía de familia adinerada y tenía su propia herencia, igual que la madre de Rodi. Pero a su madre el dinero no la había protegido al final. Había muerto sola y le había dejado al cuidado de un padre que Rodi no sabía ni que existía.
Fue un cambio brutal pasar de una casa a otra en cuestión de semanas, pasar de una madre cariñosa a un padre desconocido.
Rodolfo sabía hacia dónde se encaminaba la conversación, pero una parte de él se resistía.
–Necesito algo más de ti –dijo ella con la voz algo quebrada–. Algo más que dinero.
Rodolfo temió por un instante que se pusiera de rodillas y le rogara, pero por supuesto no lo hizo.
Cris alzó todavía más la cabeza. Le brillaban los ojos con determinación. Una descarga de deseo se apoderó de él, recordándole por qué la había deseado en un principio.
–¿Y de qué se trata, Cris? –pero ya sabía lo que iba a decirle. La conocía.
Las palabras salieron de su boca tal y como Rodi había esperado.
–Necesito tu apellido.