No iba a venir. Rodolfo estaba en medio del pasillo de la oficina del registro en la que iban a casarse mientras procesaba la información que acababa de recibir.
Cristina no había aparecido, según el chofer que había enviado a buscarla. La llamó al móvil y no obtuvo contestación. Llamó entonces a recepción y le dijeron que se había marchado hacía más de dos horas.
Lo primero que sintió fue rabia, una rabia que le recorrió las venas como si fuera ácido sulfúrico. Lo segundo fue desesperación. Eso le resultaba más difícil de manejar.
Lo había dejado. Cristina Pérez, su preciosa y recatada mujer.
La gente pasaba a su lado en el pasillo, siguiendo adelante con su vida y su trabajo, y Rodi se sintió de pronto vacío.Como si Cristina se hubiera llevado la luz al marcharse. No lo entendía. ¿Por qué se había ido, si aquella boda era tan importante para ella?
Siempre había sabido que ella lo hacía por razones que no tenían nada que ver con él. Saber que podía contar con él o no a su antojo le había molestado en el orgullo. Pero ¿le había dado razones para que actuara de otra forma? Su mayor temor era ser un mal padre. El segundo, desilusionar a Cris.
Y ella lo había echado de su vida dos veces. La primera se sintió furioso y decepcionado. En ese momento, como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago. Sabía lo que tenía que hacer.
Tenía que ir tras ella. Tenía que detenerla antes de que se marchara. Era lo único que acabaría con el dolor que sentía.
¿Qué le diría? Pensó en las palabras adecuadas. Tenía que decirle que podía ser mejor persona y que quería que ella le diera una oportunidad. Que sabía que con ella al lado sería capaz de cualquier cosa. No estaba destinado a ser como su padre, ni condenado a una vida de relaciones vacías y malas decisiones.
Rodi avanzó por el pasillo y bajó las escaleras. Fuera llovía, pero él no tenía tiempo para esperar a su chofer, así que paró un taxi. El trayecto al aeropuerto fue eterno y, cuando por fin llegó entró a toda prisa en la terminal, compró un billete para Buenos Aires. Era la única forma de pasar por los controles de seguridad y poder verla. Se dirigió directamente a la sala vip y se acercó al mostrador.
–Lo siento, señor –le dijo el agente cuando le contó lo que quería–. Pero el avión está ya en la pista.
Rodolfo sintió deseos de agarrar al agente de la chaqueta y exigirle que mandara parar al avión, pero sabía que así solo conseguiría pasar unos días en la celda de una cárcel. Así que le dio un puñetazo al mostrador y volvió a salir a la lluvia con las manos en los bolsillos y el estómago rumiando de rabia. Finalmente se subió a un taxi y le pidió que le llevara a su casa.
Lo había dejado. Lo había dejado en el metafórico altar y había salido huyendo en el último minuto. Porque sabía que sus relaciones con las mujeres nunca habían trascendido del plano físico. No sabía cómo compartir su mundo interior.
Pero lo había intentado. Con ella lo había intentado y no había servido de nada. Cris había visto su alma herida y había dicho que no. De ninguna manera.
Rodi no se molestó siquiera en secarse cuando entró en el apartamento de su padre. Se sirvió un vaso de whisky y se dejó caer en el sofá. Las gotas de lluvia le resbalaban por la cara y le caían en la ropa ya mojada.
Omar se lo encontró así horas más tarde, todavía sentado y mirando al infinito. Se le había secado la ropa y se le había acartonado sobre la piel. Pero no le importaba.
–¿Qué te ha pasado, muchacho? –inquirió su padre acercándose y retirándole el vaso vacío.
Rodolfo alzó la vista y parpadeó. Le ardían los ojos.