Capítulo 6

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A Cristina le latía con fuerza el corazón dentro del pecho. El tono de Rodolfo la atraía y al mismo tiempo la asustaba. Y cuando habló de compartir la manta y del calor humano, empezó a temblar por dentro.

–Si no quieres estar desnuda cuando compartamos ese calor, te sugiero que te quites la ropa y la pongas a secar al sol.

Ella no quería hacerlo, pero sabía que no tenía elección. O eso o se sentaba al sol con la ropa puesta y se arriesgaba a quemarse la piel mientras esperaba a que todo se secara. 

Se bajó la cremallera con dedos torpes y se quitó la falda, arrojándola a un lado, retándole a decir una sola palabra mientras lo hacía. Estuvo a punto de perder el valor cuando llegó el momento de quitarse la camisa, pero se dijo que era como estar en bikini. Así que se la quitó.

Entonces alzó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Rodi. Se dio cuenta de que no se había movido desde que ella empezó a desnudarse. La estaba mirando con intensidad. Había algo peligroso en su mirada, algo demasiado intenso. Se alegró de haberse puesto la ropa interior a juego. Era un conjunto de encaje rosa no demasiado revelador.

Pero Rodi no la estaba mirando como si llevara puesto un bikini. Ningún hombre la había mirado de forma tan intensa con anterioridad. Resultaba… excitante. Y la ponía nerviosa.

Cris se abrazó a sí misma y pasó por delante de él para acercarse a la bolsa.

–¿Vamos a construir un refugio o no? –preguntó con sequedad arrodillándose al lado de las cortinas de plástico.

Escuchó cómo Rodi se movía y luego se inclinó hacia ella para levantarla con suavidad.

–Tienes frío –dijo.

Y entonces la estrechó contra su cuerpo. Su piel desnuda entró en contacto con la de ella. El primer impulso de Cris fue apartarse, distanciarse lo más posible de él. Pero estaba calentito y seco. Su calor la atravesó, le calentó las frías extremidades.

Pero se dio cuenta de que era más que eso.

Era calor sexual, vergüenza y deseo todo junto. La piel se le
ponía de gallina con su cercanía. Rodi le deslizó las manos por los brazos, por la espalda. Para él era algo práctico, pero para ella…

Qué inexperta era. Y que torpe. Cris giró ligeramente la cabeza sobre su pecho y aspiró el aroma de su piel. Olía a sal y a jabón. Le dieron ganas de comerlo.

Cerró los ojos. ¿A qué venía aquel constante deseo de comerlo como si fuera un helado? El deseo la atravesó y provocó que le temblaran las rodillas.
Por suerte Rodi la estaba sujetando, en caso contrario seguramente se habría caído al suelo. Él le puso una mano en la cabeza y se la acarició suavemente… No, no se la estaba acariciando. Le estaba quitando las horquillas del moño.

La melena cayó suelta y ella contuvo el aliento. Se llevó una mano automáticamente al pelo para tratar de arreglarlo, pero era una masa despeinada que le caía por la espalda. 

Por mucho que se lo arreglara no conseguiría nada. Echó la cabeza hacia atrás y miró a Rodolfo. Los ojos de este tenían un brillo travieso. Y algo más. Algo oscuro e intenso que la asustaba y al mismo tiempo la intrigaba.

Era un hombre duro, un hombre despiadado cuando quería algo. Podía ver aquello en él tras las sonrisas y los guiños, tras las palabras cariñosas. Aquel era un hombre que conquistaba, que tomaba lo que quería y no dejaba nada detrás. ¿La tomaría a ella si se lo permitía? ¿Le quedaría algo cuando hubiera acabado?

Cristina volvió a estremecerse, y no de frío.

–¿Por qué has hecho eso? –le preguntó.

–Porque se te secará el pelo antes si te lo sueltas.

Para asombro suyo, Cris sintió una punzada de desilusión. 

Una parte de ella esperaba que lo hubiera hecho porque quisiera verla con el pelo suelto, pero, al parecer, Rodi solo estaba siendo práctico. Sin embargo, se le oscurecieron los ojos al mirarla.

Deslizó la mirada hacia sus labios y a Cris se le ralentizó el ritmo del corazón. Iba a besarla. Quería que lo hiciera, lo deseaba más que el aire que respiraba. Quería sentir el calor y la tormenta de los besos de aquel hombre.

Pero no así. El pánico le atravesó el cerebro. No quería que su primer beso de verdad fuera una ocurrencia repentina. 

Para él sería como respirar. Pero para ella era todo lo que nunca había tenido.

–No –dijo suavemente cuando Rodolfo inclinó la cabeza hacia ella.

Rodi se detuvo y se enderezó. Parecía frustrado. Molesto.

–Yo nunca… –comenzó a decir tratando de explicarse–. Nunca…

No podía decirlo, no podía admitir la vergüenza de que nunca la hubieran besado. Tenía veintiocho años. Llevaba toda la vida esperando a un hombre que la había rechazado. 

Había pasado años preparándose para una boda que finalmente no iba a celebrarse. Reservándose para un hombre que no la quería.

La furia se abrió paso en su interior como una llama. Y también la tristeza. Se había perdido muchas cosas.

–¿Nunca qué, Cris?

El estómago le dio un vuelco. Dejó caer la cabeza y cerró los ojos.

–Nunca he besado a un hombre –susurró.

La vergüenza clavó sus garras en ella. Era una mujer a la que nunca habían besado, que nunca había sido amada. 

Debería haber vivido todo aquello mucho tiempo atrás.

Rodolfo se quedó muy quieto. Cristina percibió el control que estaba ejerciendo sobre sí mismo, la contención, la repentina tensión de su cuerpo mientras seguía abrazándola.

–¿Gonzalo nunca…?

Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar. Resultaba humillante. Como si las historias de los periódicos no bastaran para que quisiera esconder la cabeza en la arena eternamente.

Los fuertes dedos de Rodi le sostuvieron la mandíbula y se la levantaron. Lo que vio en sus ojos hizo que se le encogiera el corazón.

–Es un imbécil, Cristina. ¿Me has entendido? Un auténtico imbécil –entonces le puso los labios en la frente con dulzura.

Ella dejó escapar un suspiro mezclado con lágrimas. Se le subió un sollozo a la garganta pero se contuvo. Apenas no conocía a aquel hombre y, sin embargo, estaba abrazada a él, piel con piel, derramando sus más íntimos secretos como si hubiera una fuga en la presa que los contenía.

Curvó los dedos sobre la dura planicie de su pecho. 

Resultaba tan cálido, tan lleno de vida. Nunca había estado tan cerca de un hombre ni había sentido lo que estaba sintiendo en aquel momento.

Una daga de deseo la atravesó. Los pezones se le convirtieron en dos puntos sensibles contra el encaje del sujetador. Le ardían los senos. Quería que Rodi la tocara por todas partes. Que le enseñara lo que significaba hacer el amor. Sentir su cuerpo duro contra el de ella. Algunas partes estaban más duras que otras, pensó. 

Rodolfo apretó las caderas contra las suyas, la erección resultaban inconfundible. Una sensación cálida se abrió paso en el centro de su cuerpo. Si fuera una mujer experimentada, si hubiera hecho aquello antes y supiera lo que había que hacer le deslizaría las manos por el torso hasta llegar a la cinturilla de los bóxer. Pero era virgen, una virgen estúpida e insegura y le daba miedo lo que nunca había hecho. Le daba miedo desatar algo que no pudiera controlar, perder la razón y la cordura.

Así que se quedó muy quieta mientras Rodolfo le besaba la frente. Y luego él dio un paso atrás y se apartó de ella. Tenía los ojos más ardientes que nunca, y su cuerpo… Dios, su cuerpo era perfecto. La erección se le apretaba ahora contra los confines del bóxer.

–Rodi… –no sabía qué decir, qué hacer. Quería que fuera él quien actuara.

Pero él se dio la vuelta.

–Vamos a construir el refugio –gruñó.

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