Ocho semanas de embarazo.
No parecía posible y, sin embargo, el médico le explicó que las cuentas se hacían partiendo del día de su última menstruación y no de la fecha de concepción.
Cris se quedó mirando la semilla de la pantalla con los ojos llenos de lágrimas. Estaba esperando de verdad un bebé. El hijo de Rodolfo.
Giró la cabeza para mirarle. Estaba sentado a su lado con la vista clavada en la pantalla. Extendió la mano hacia él sin pensarlo y Rodi se la estrechó.
Durante un breve instante pensó que todo podría salir bien.
Que protegerían juntos a su hijo. Que le querrían. Entonces el médico encendió el doppler y el sonido del corazón del bebé inundó la sala. Latía tan deprisa que Cris pensó que algo iba mal.
–El latido es perfectamente normal, señora Barili –dijo el médico cuando la escuchó gritar.
–No soy… –se detuvo y tragó saliva. Se sentía culpable, como si el médico tuviera derecho a saber que no era en realidad la mujer de Rodi todavía.
Rodolfo había rellenado los papeles y ella no se había molestado en comprobar los datos. Eso le recordó que aquello no era más que un acuerdo. No criarían a su hijo juntos, al menos no en el sentido tradicional.
Rodolfo no la amaba. Una oleada de tristeza se apoderó de ella ante aquella certeza.
–Gracias –le dijo al médico–. Es un alivio saberlo.
El resto de la consulta fue pura rutina. El médico le hizo preguntas, le recetó un medicamento para las náuseas y concertó una nueva cita para dentro de un tiempo.
Luego se subió otra vez al coche de Rodi y dejaron atrás la consulta del doctor. Cris se mordió el interior del labio. Sentía un dolor en el pecho que no se le iba. No era un dolor físico, sino emocional. ¿En qué clase de lío se había metido? ¿Qué le había llevado a pensar que podía irrumpir en la vida de Rodolfo y pedirle que se casara con ella por el bien del bebé? ¿Qué la había llevado a pensar que podría hacerlo y permanecer intacta?
Estar sentada en aquella sala con la mano de Rodi en la suya escuchando el latido del corazón de su hijo había sido el momento más importante de su vida. ¿Cómo no reconocer que se lo debía a Rodi, al menos en parte?
–¿Cómo te sientes? –le preguntó él.
¿Cómo se sentía? Perdida, confundida y sola. Insegura.
Pero parpadeó para librarse de las lágrimas y se giró hacia él.
–Estoy bien.
Rodi sonrió y a Cris le dio un vuelco al corazón. ¿Por qué tenía que ser tan encantador cuando ella estaba tratando de mantener una distancia emocional? ¿Por qué no podía seguir malhumorado y con el ceño fruncido?
–Ha sido un poco abrumador –admitió él.
–Sin duda –Cristina sonrió también, aunque le temblaban algo los labios. Confiaba en que Rodi no lo hubiera notado–. Supongo que esa sensación va a durar todavía un poco.
Rodolfo suspiró con expresión atribulada.
–Creo que tienes razón.
Ella se mordió el labio y apartó la vista. Le dolía verle así.
Como si todo en su vida hubiera tenido sentido hasta que apareció ella.
–Lo siento, Rodi.
Él pareció sorprendido.
–¿Por qué?
Cristina aspiró con fuerza el aire. Le quemaba el corazón.
–Por todo. Si hubiera sido más fuerte en la isla…
–Basta –la interrumpió él con tono bruscamente seco–. Yo estaba allí, Cris. Sé lo que ocurrió tan bien como tú. Y tengo tanto que ver como tú en la decisión que nos ha traído hasta aquí. Deja de insinuar que esta situación es culpa tuya.
–No quería decir eso.
Pero sí había querido decirlo. Quería decir que el no era más que un hombre, un seductor que había actuado siguiendo su instinto y que ella era la que tenía que haber sido lo suficientemente lista y contenida como para detener su atracción sexual antes de que se le fuera de las manos.