La Dama en las Estrellas

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América

Los mares ansiaban sangre, los Titanes no estaban complacidos. Cuando una tormenta desata la ira de las mareas, el cielo se vuelve una nebulosa mezcla de odio y relámpagos. En la superficie se dio la alarma de posibles huracanes y aunque los que poblaban la tierra se aferraban a la vida, los habitantes del submundo no corrían peligro alguno. En Atlantis, la ciudad submarina, los problemas de los cielos rara vez eran percibidos por sus ciudadanos. Mas este no era el caso de América, incluso en los calabozos podía escuchar el llamado de la naturaleza, ese rugido de poder que solo un Worshake podría percibir.

América veía a esa mujer delante de ella, aunque elegante y perfecta no poseía rasgos finos, sino salvajes, era una bestia que había sido domada y entrenada para entretener al circo con el que viajaba. No era una diosa, sino una guerrera. Portaba un vestido hecho de estrellas que llegaba hasta los talones, sus ojos eran azules e infinitos, pero no fríos, emanaban una calidez embriagadora y atrapante.

Podía admirar a esa mujer hasta morir, una vida entera contemplándola habría sido plena y sin arrepentimientos. Mas, una lágrima comenzó a descender por la mejilla de la dama en las estrellas causando que el corazón de América se hicieraañicos, no había vista más triste que esa, ¡qué todos los mares se secaran, que todos los volcanes consumieran el mundo! No le importaba con tal de que las lágrimas cesaran. Repentinamente una mancha roja se extendió por el abdomen de su musa a la vez que la larga hoja de una espada sobresalió del mismo. Un grito agudo desgarró el aire que se tornó sólido justo antes de quebrarse como cristal, en un segundo esa preciosa belleza salvaje terminó convertida en una pila de restos en descomposición.

—¡NOOOOOOOOOO! ERES UN MALDITO, EN NOMBRE DE LOS TITANES MALDIGO TU EXISTENCIA. VERÉ TU CARNE REDUCIDA A RETAZOS. NO DESCANSARÉ HASTA VERTE EN ABSOLUTA AGONÍA.

—Buenos días también, princesa. —escuchó decir a Desplumado.

El mundo tomó forma de nuevo. No había dama con vestido de estrellas, no había espada, no había sangre. Solo estaba ella, encerrada en el calabozo del palacio real, en una mugrienta celda con olores fecales y de descomposición. Su piel morena estaba cubierta con una fina capa de sudor, su ropa rasgada estaba pegada de forma incómoda a su cuerpo. América sentía repulsión de sí misma, ¿su padre de verdad la había convertido en ese ser tan patético?

—¿Te encuentras bien? —preguntó su compañero. Su voz era cálida, demostraba auténtica preocupación. Durante ese último año, a pesar de lo cerrado que era, se había convertido en su ancla.

—Tan bien como puedo estar en este pozo del inframundo. —respondió ella, con más rabia de la que pretendía.

—Al menos estamos vivos. —reconoció él, con una mezcla de convicción y aburrimiento. Era un mantra que ya la mujer le había escuchado rezar en más de una ocasión.

—¿Llamas a «esto» estar vivos? —Bufó— Somos la definición de miserables.

—Tal vez lo seamos, pero en la vida recae la esperanza, en la muerte solo hay oscuridad. —Otro mantra. Otra línea ensayada.

—¿Y es que acaso conservas la esperanza? ¿Piensas que lograrás salir de este hoyo?

—Cuando vives una vida como la mía no puedes darte el lujo de perder la esperanza —hizo una pausa. A pesar de no poder verlo, América lo imaginó remojándose los labios, dudando sobre seguir hablando—.Si creyera que no puedo salir de aquí ya hace mucho que te habría dicho mi nombre.

—¿Qué tiene que ver tu nombre con eso?

—¿Nunca has pensado en el porqué estoy aquí? De todos los lugares, por qué aquí.

Claro que lo había hecho, innumerables veces. En Akerontze existían cinco prisiones, dos de ellas de máxima seguridad. Sin embargo, el calabozo en el que ellos se encontraban no era ninguna de ellas, porque no era una prisión; se encontraban debajo del Palacio Real, las celdas personales del rey. El qué podría hacer un forastero para ser sentenciado a tal destino escapaba de la compresión de América.

—Un par de veces, sí.

—Pues, si bien lo que hice tiene mucho que ver, lo realmente importante es quién soy. Tu reino desconoce mi identidad, o al menos no tiene confirmación de ella y eso me hace alguien valioso. Probablemente es lo único que a este punto me mantiene con vida.

No era mucho, pero cuando menos era una explicación, una que solo ayudaba a fomentar el misterio del prisionero 304. América se aferró a esa incógnita con fuerza, entre el hambre que la entumecía, el llamado de la naturaleza que la desesperaba y los recuerdos que se distorsionaban en sus sueños, había pocas cosas que mantuvieran su mente ocupada.

Ella entendía el mensaje que su compañero trataba de transmitirle, el de no perder la esperanza, era algo que a pesar de sus palabras nunca había hecho. Si su padre no había vuelto a presentarse ante ella con rostro triunfante era porque su hermana seguía libre y de ser ese el caso no importaba que tan miserable él pudiera hacerla, ella seguía ganando.

—¿Te encuentras bien? —Preguntó una vez más la voz de la celda contigua.

—Mañana será cuarto creciente. Ya sabes lo que pasa en cuarto creciente.

—Sí, lo sé…

América apreciaba el intento de conversación, pero esa noche no había nada que pudiese animarla. Se mantenía con vida a base de dolor ajeno y propio, era un monstruo, no era mejor que aquel hombre del que Desplumado le había hablado; un semidiós sin control, siendo presa de sus instintos y necesidades.

—Algún día me vengaré, ¿sabes? —comentó al cabo de un par de horas— Me vengaré de mi padre. Lo haré sufrir tanto como él a mí y no cometeré el error de dejarlo con vida. No cometeré el error de darle esperanza.

El Desplumado no respondió, en su lugar un sonoro ronquido se amplificó por las paredes. A América no le importaba que su promesa no fuese escuchada, porque había tenido el valor de pronunciarla en voz alta y eso era algo que nadie podía quitarle.

La Rapsodia del QilinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora