Capítulo 16
Kitsunes y MantícorasAleth
Ferthia, una de las seis ciudades flotantes de Lethaeus. Ferthia, hogar del Noveno, aunque como todas, hija del Primero. Ferthia, musa, esposa y amante de artistas y poetas, entrar en ella es una trampa, pues salir es un pecado. Su tierra, elevada sobre las nubes cuan faro de esperanza, bendecida por los dioses y por la sangre de los caídos hacia miles de años. Solo dos caminos se dibujaban hasta sí, dos largas pinceladas grises que escalaban hasta donde llegaba la vista, la primera, El Pasaje a los Cielos, un lugar que ningún turista podía perder en su camino, alzándose desde la costa Norte. El otro, partiendo desde el Este, se elevaba naciendo de una formación rocosa, camino lleno de peligros, preferidos por inmigrantes, contrabandistas y mercenarios, El Acenso de los Pecadores.
Por mucho que Aleth odiara al Viejo Legent, no podía arriesgarse a tomar el Ascenso de los Pecadores, no por miedo a la muerte, sino a la captura. Ya una vez había recorrido esa elevación, treinta años atrás, un niño huyendo de la guerra acompañado de su inseparable amiga y los horrores que había presenciado en el trayecto dejarían cicatrices permanentes, heridas que en ese momento, escondido en la parte de atrás de una terranave de carga, entre cajas de dulces y materiales de repostería, sabía que recordaría.
—Señor Legent —escuchó decir a una voz que él creyó debía ser masculina, distorsionada a través del metal de la nave. Aguzó su oído para seguir escuchando—. No lo esperábamos a usted, ¿le sucedió algo a Vacho?
—¡Oh, joven monje Thim, si supiera que el joven Vacho está en cama con mucha fiebre! Pero me dije «Legent, eres un hombre con gracia y en la flor de la vida JEJE. No necesitas de nadie que haga tus mandados» y aquí estoy —Legent, con su tono fingido de anciano escandaloso—, me llegó un cargamento para la Pastelería Ferthiiiina, ¡no podía esperar para traerlo! JAJA.
—Entiendo, señor. ¿Le importaría abrir la parte de atrás de la nave? —le pidió el monje.
El corazón de Aleth dio un brinco. Sune, que yacía escondido dentro de una de las cajas de madera, lo miró a través de las separaciones, con angustia. Él se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio, dentro de la nave se respiraba un olor dulzón, empalagoso, le provocaba náuseas cada vez que se concentraba en él. Sentía frío, mucho más que en el bosque de las almas, la altura comenzaba a pasar factura.
—¡Oh! ¿Es que acaso está dudando de mí, joven monje Thim? —replicó Legent, ofendido, preocupado.
—No señor, es simplemente el procedimiento habitual.
—¡Pamplinas, usted me quiere ver la cara de tonto! Sé que he sido un hombre de tratos dudosos en el pasado… pero me he redimido y demostrado mi valía para esta gran ciudad.
—Señor, le suplico entienda que…
—¿¡Qué entienda qué!? ¡He sido un noble trabajador desde que tengo memoria! ¿No te he contado la historia de cuando decidí irme de la ciudad, y a medio Camino Elevado…?
—Se encontró con una nave de turistas hambrientos —terminó el monje—. Sí, señor, ya me contó la historia.
—¡Y desde entonces cada madrugada...!
—Partía hacia el camino elevado cargado de mercancía y volvía cargado de dinero —terminó una vez más el monje, irritado—. Está bien, señor Legent, puede pasar.
—¡Muchas gracias, muchacho, estoy seguro de que algún día serás uno los Diez Grandes! JAJÁ.
Escuchó el sonido de una puerta metálica abrirse seguido del silbido del aire al ser liberado. La nave retomó la marcha, Aleth soltó el aliento que había estado conteniendo. Sune también se hubo relajado, desparramando su pequeño cuerpo en la caja en la que se escondía. El zorro, cuya boca solía estar cubierta de un suave pelaje blanco, lucía manchado con toques de café.
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La Rapsodia del Qilin
FantasyUn mundo donde todas las naciones son gobernadas por su religión, creando así una división palpable. Cada una desea proclamar a su dogma como el único y verdadero, sin importar el costo. El tratado de las naciones mantiene una paz temporal, pero...