Memorias de un Halcón Solitario

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Kristo

     Desde la mesa las fotografías lo juzgaban con ira cansada, amarga, añeja. Había sacado la pequeña caja verde del tercer armario del segundo piso, ese que tanto sus padres como el servicio tenían prohibido mirar siquiera, ese que hasta él mismo se había prohibido utilizar. La había llevado hasta la sala, deslizándose por el piso pulido, donde su reflejo le otorgó miradas de crítica Devuélvela. No alteres a los fantasmas del pasado, le decía, pero el Kristo de carne y hueso tenía oídos sordos. Bajó por la escalera, que ahora era cubierta por una única alfombra naranja, cada paso producía un eco acolchado en su cabeza, retumbando entre un oído y otro. Avanzó hasta llegar al pequeño espacio amueblado bajo el candelabro de araña en medio del salón. Se había dejado caer entre los cojines de plumas, produciendo un puf, y había estado admirando la caja con una paciencia casi enfermiza. Al final la hubo abierto, y de ella extrajo un manto blanco, manchado con tildes carmesí, aquel que le había prometido a sus padres tirar, casi dos décadas atrás, pero con el que nunca halló el valor para hacerlo. En este yacían envueltas las fotografías, recordatorios rectangulares de una vida ya pasada, apenas hubo tomado el paquete de ellas cuando se vio obligado a soltarlas, un agudo frío recorrió las venas de sus brazos entumeciendo sus dedos y provocando que no pudiera sujetarlas, cayeron desordenadas sobre la pequeña mesa de madera, todas boca abajo, invitando a Kristo a jugar ¿No quieres saber que se esconde debajo de mí? ¿Qué error pienso recordarte?

     Recogió la primera, dándole vuelta para ver de qué se trataba, en ella se podía ver a tres adolescentes, uno de ellos con cabello corto y oscuro, ojos negros y una sonrisa tímida, a su lado se encontraba Kristo, más joven, con un rostro mucho más suave y facciones menos definidas. Al final yacía uno con cabello verde, que irradiaba alegría mientras sonreía mostrando toda su perfecta dentadura. Ese chico solía de decir que esa era…

—La máxima expresión de felicidad —dijo Kristo, con una tristeza nostálgica, mirando a Klerrigan Draxler y Ragnon Xion a cada lado de su versión más joven, quién para ese entonces, ya tenía el cabello extremadamente largo—. Incluso en ese momento tenía cara de idiota. —se dijo para sí, notando el gesto fruncido que tenía, el niño avaricioso e inconforme que había sido en la academia y que aún en el presente seguía siendo.

     Los recuerdos tomaron forma, desdibujando los márgenes de la realidad alrededor de Kristo, ya no lo rodeaba un gran salón, sino un gran comedor, miles de alumnos, docenas de mesas, incontables voces se alzaban, todas tratando de hacerse un lugar, todas tratando de sobrepasar a la anterior. Allí, en una pequeña mesa a la derecha del comedor, se encontraba Kristo, gozando de esa aura de chico popular que lo mantenía inalcanzable para los demás, devorando su almuerzo en compañía de los que solían ser sus mejores amigos.

—¿Los Bajos? —preguntó Kristo, cortando su carne con rápidos movimientos de cuchillo— Jamás he oído de ese lugar.

—Segufdo que do —respondió Ragnon, masticando tanta carne como su boca la permitía, antes de tragarla toda de un tirón, años atrás Kristo se había preocupado por la forma de comer de su amigo, no obstante luego de años de amistad ya estaba acostumbrado—, se encuentra en el Este.

—Mi madre me ha contado cosas terribles sobre el Este de Braifer, me ha aconsejado mantenerme alejado de esa zona. —dijo Kristo, sin darle mucha importancia, a la vez que llevaba un pedazo perfectamente rectangular de carne a sus labios.

—La mía igual —convino Klerrigan, rompiendo su silencio habitual. Hizo una pausa para llevarse un poco de su ensalada a los labios antes de continuar—. Pasa mucho tiempo allí resolviendo problemas, dice que en el Este es donde buscan refugio los criminales.

     Luego de escuchar las intervenciones de sus compañeros, Ragnon habría decidido esconderse en su propio asiento, gesto que a Kristo no le pasaría por alto, pero que tampoco mencionaría. En ese entonces, incluso después de haber compartido años estudiando con él, Kristo desconocía su historia. No sería hasta después de su primera misión que ahondaría en la vida de su amigo. Ragnon Xion nunca quiso entrar a la Iglesia, no por su cuenta, por lo menos. Él quería ser jugador de Bombet, uno de los deportes más populares de Flegtanmont, era el mejor jugador juvenil del Este de Braifer, muchos se lo atribuían a su tótem, el saltamontes, pero nadie podía negar la habilidad del joven. Cuando estuvo a punto de firmar su primer contrato, su madre enfermó, el dinero que le darían por jugar no iba a alcanzar para pagar su tratamiento por lo que la Iglesia le ofreció pagar los cuidados a cambio de que él se enlistara en la Academia Real de la Fe. Los medicamentos alargaron la vida de su madre tanto como fue posible, pero esta cayó finalmente, dejando a sus dos hermanos menores y a él mismo huérfanos. Ragnon continuaría siendo parte del clérigo, ahora para mantener a los pequeños Regin y Rogmot, quienes, como su hermano, soñaban con ser jugadores profesionales de Bombet.

La Rapsodia del QilinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora