Jeriko de Mirna: Parte 1

27 8 0
                                    


32 años atrás

     Jériko seguía avanzando a pesar de que sus pequeñas piernas le imploraban descanso, había estado caminando casi sin parar por cuatro días completos, en el último tramo no solo tuvo que enfrentarse a una pendiente más pronunciada, sino a cargar con el peso de la pequeña Nocte, quién se había desmayado por la falta de agua. No eran los únicos que seguían ese camino, y el pequeño podía verlo, muchas voces llegaban a ofrecerle ayuda, pero él no respondía, no podía entender el idioma en el que le hablaban, pero podía entender el brillo en sus ojos, un destello malicioso de hombres oportunistas. En su espalda cargaba a Nocte, con su vestido, una vez de seda pura, hecho harapos y su rostro magullado, él mismo lucía como un indigente, su altura delataba sus escasos diez años, pero su rostro, delgado y seco por la falta de provisiones le hacían ver como un pequeño anciano. Se arrepentía por no haber administrado mejor la comida y el agua en la balsa, pero la ansiedad los había convertido en máquinas de comer provocando que para el momento en que tocaron tierra, solo quedaran gotas y migajas.

     El Ascenso de los Pecadores era una carretera delgada, de tierra gris pintada con tramos negros que Jériko sospechaba eran de sangre, pero cuya naturaleza no tenía verdaderos deseos de comprobar. Más allá, en la infinidad solo se divisaban las nubes, estas eran oscuras, de tormenta, un mal augurio, sin duda alguna. «Ve a Ferthia, pregunta por el Monje Troterna» le había dicho su padre, en el momento en que lo montó en la balsa, al mismo tiempo que el padre de Nocte le suplicaba enviarla con él.

—Nocte es solo una niña, ¡ella merece vivir tanto como tu hijo, Grunge! —había dicho el hombre, tenía un corte sangrante que bajaba desde la cien y la pierna derecha de su pantalón estaba empapada de líquido escarlata, cojeaba al caminar. Cargaba a la pequeña en sus brazos, esta lloraba sin parar, la desgracia le había llegado a los cinco años de vida— ¡He luchado fielmente a tu lado por defender nuestra ciudad, pero las fuerzas Hidrian y rontzeanas nos superan! Por favor, te lo suplico, déjala irse con tu hijo.

     Jériko, desde la balsa observó la duda pasearse en el rostro de su padre, bañado de sudor, su piel negra desprendía una luz purpurea: maná, se preparaba para volver al campo de batalla. Grunge apretó los dientes y los puños y por un momento el niño temió que arremetiera contra el padre de su amiga, pero no lo hizo. Su padre, valiente hasta su último momento, un hombre de paz y de alta moral hasta el fin, solo dijo:

—Hazlo rápido, Páriko. No podré detenerlos mucho tiempo. —Luego se dio la vuelta, listo para saltar hacia los edificios en llamas y las banderas azules que se alzaban a su espalda, antes de hacerlo se giró para mirar a los ojos a Jériko por última vez.

—Papá… —dijo Jériko, observando como el palacio de Cerbero caía más allá de las nubes negras, las lágrimas quemaban a través de sus pequeños ojos. No quería irse.

—Hijo mío, Mirna ha caído, protege a Nocte, protege nuestro legado —Y con un rugido mandó a Jériko hacia las mareas. Cuando ya estuvo lejos, su padre dio una última plegaria que él jamás escucharía, justo antes de que una lanza atravesara su pierna y provocara que cayera a la marea salvaje, en el límite del Muro de Cocto—. Dios de la Muerte, en tu reino de sombras moran los caídos, en tu reino de luz se mantienen los fieles en vida. Te suplico, como tu leal devoto, si todavía queda algo de ti, mantén a la sangre de mi sangre en el reino de la luz.

     Varias semanas después, Jériko y Nocte lograron llegar a la costa este de Letheaus, encallando en una playa rocosa. Su balsa, que a ojos de cualquier otro pasaría como un barco modesto, no daba para más. Su padre le había asegurado que se podía confiar en los hombres blancos, pero a Jériko no le parecía de esa manera. Sujetando a Nocte de la mano, emprendió el camino hacia Ferthia. Ignorando los hombres y mujeres que pasaban junto a él, pues el sonido de sus voces lo molestaban y la expresión de sus rostros le intimidaban. Eran seres de oscuridad, delincuentes, a pesar de desconocer el idioma él conocía las entonaciones que utilizaba ese tipo de persona.

La Rapsodia del QilinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora