«En la tierra de los renacidos de las cenizas, ninguna otra deidad será alabada, ningún dogma prohibido será obedecido. De los hijos de mis hijos se respetará el más grande de los mandatos; amor, temor y veneración hacia el único y verdadero dios. Todos los impostores, paganos y aquellos que osen venerarlos serán castigados con la muerte».
—Pasaje de las Santas Escrituras de Flegtanmont
El pequeño Jak Lardon miraba a través de la ventana, directamente hacia el patio de juegos, la siguiente campanada sonaría en unos minutos y él podría correr junto con los otros chicos y perderse en ese pequeño paraíso. Sin embargo, antes debía terminar su dibujo, por supuesto. Trazaba con prisa; sus líneas eran rápidas e imprecisas: una explosión de negro saliendo de una de las bocas de la serpiente verde, aquella que mamá y papá admiraban por horas cuando se metían en el sótano de la casa y le pedían que no los siguiera, orden que él nunca obedecía. Jak siempre estaba ahí, escondido, detrás de una caja de cartón gastada, donde mamá guardaba sus vestidos viejos, escuchando cosas que no debía escuchar, viendo cosas que no debía ver.
—¿Qué dibujas, Jak? —preguntó el obispo Kénrik, acercándose a él.
Le gustaba el Obispo Kenrik, tenía una sonrisa cálida que llegaba hasta sus regordetas mejillas y una cabellera negra que arreglaba en una cola de caballo. Mostró su obra de arte con enorme orgullo, sin saber lo que eso provocaría, el obispo la tomó sonriendo y luego frunciendo el ceño, apretando el papel con una preocupación disimulada. La sonrisa de Jak desapareció, reemplazada por un gesto de confusión
—Jak, ¿dónde has visto esto? —El obispo parecía perturbado, incómodo— ¿lo encontraste acaso en un libro? —Jak negó con la cabeza, mirando hacia su mesa— ¿Lo has visto en alguna película? —Jak negó una vez más, formulando un leve puchero— ¿Dónde lo viste, Jak?
—En casa de mi mami. —respondió.
El obispo solo asintió, con una expresión de «entiendo» y volvió a su escritorio todavía con la hoja en su mano, dejándole avisado a Jack que tendría que quedarse un rato luego de que las clases finalizaran para discutir otros temas. Jak aceptó con incomodidad y un poco de duda, sus ojos eran esmeraldas que brillaban con intensidad, mirando hacia el obispo Kénrik, quién fingía no darse cuenta. La campana sonó, pero el niño no salió con sus compañeros, quienes se dirigieron en estampida hacia la puerta del salón de clase y posteriormente al campo de juegos, aquel que Jak seguía viendo detrás de los cristales. Ya no tenía ganas de jugar, no tenía ganas de nada, solo quería su dibujo de vuelta.
Kristo
La tensión aumentaba cada día en el Imperator, Kristo lo notaba a diario al entrar, cada vez que caminaba por esos pasillos anchos, siendo observado por los retratos de aquellos que hace mucho tiempo habían abandonado el mundo físico para renacer en el fuego eterno, inmortalizados para siempre entre pinceladas. Garlick también lo hacía, se percataba cuando sus miradas se cruzaban en la sala de reuniones, mientras oían las voces temerosas de los cardenales. Dos semanas habían transcurrido desde su regreso a Braifer y aún no se acostumbraba a escuchar esa fibra de miedo que yacía escondida entre sus palabras.
—Es un moretón muy interesante el que tiene ahí, arzobispo Lesmont —comentó el Cardenal Xenor, con su acostumbrado rostro sombrío y con una especie de nube de oscuridad propia flotando alrededor de él, Kristo sospechó que esta poseía la capacidad de absorber la luz y felicidad de las personas—, ¿le importaría explicar cómo se lo hizo?
Estuve en una pelea mano a mano con la hermana del Señor de los Cuervos, una persona cuya identidad se ha mantenido en secreto durante años y que por temor a ser juzgado he decidido mantener de esta manera.
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La Rapsodia del Qilin
FantasyUn mundo donde todas las naciones son gobernadas por su religión, creando así una división palpable. Cada una desea proclamar a su dogma como el único y verdadero, sin importar el costo. El tratado de las naciones mantiene una paz temporal, pero...