El Despertar de la Sed

40 7 1
                                    

América

—Era solo un niño —dijo América, sintiéndose como mierda. Siete días habían pasado y aún no terminaba de recuperarse. No podría, no con la memoria de ese niño, de ese pequeño temblando de terror—, debía tener diecisiete años cuando mucho.

—Fue una víctima de las circunstancias. —sostuvo Desplumado.

     América lo escuchó y trató de creerle, de verdad lo intentó, pero falló. En el fondo sabía que esas palabras eran vacías, jamás habría razón para acabar con una vida inocente y ella lo había hecho en más de una ocasión, por hambre y por sus deseos egoístas. «Víctima de las circunstancias» sonaba como un término que su padre emplearía para excusar alguno de sus actos de locura o impulsar sus macabros proyectos personales.

—Yo lo asesiné, Grezt. —Las lágrimas amenazaban con salir de sus ojos, apretó los dientes para evitarlo.

     Golpeó la pared a su costado con fuerza con su mano izquierda, la que le quedaba. El dolor se extendió por su brazo como una brisa helada, adhiriéndose a sus nervios como copos de nieve. Se enfocó en esa sensación, el sufrimiento físico siempre sería más soportable.

—¿Grezt? —preguntó la voz al otro lado de la pared, con curiosidad.

—No puedo tomarte en serio si te digo «Desplumado». —explicó ella. Él le dedicó una risa, seguida de un carraspeo.

—Me parece justo  —convino él. América lo escuchó soltar una exhalación. Lo imaginó sentado, con su cuerpo pegado a la pared, tenía la voz de un hombre mayor, por lo que en su mente debía tener una barba prominente, parecida a la Tozzen y debía ser delgado, ya que su padre enviaba apenas la suficiente comida a sus prisioneros para mantenerlos con vida, aunque más de una vez lo había escuchado ejercitando—. Esto es una mierda, ¿no es así?

—Admito tu suspicacia.  —remarcó ella, sarcástica.

—Suelo ser de rápido aprendizaje, lamento este fallo.

      Le dedicó una débil sonrisa a través de la pared, aunque no pudiera verlo, había aprendido a apreciarlo a su manera. No sabía si decir que ese hombre era su amigo, tema que había despertado poderosas discusiones en su mente, pero a pesar de ello era lo único que tenía, el término «víctima de las circunstancias» volvió a salir a flote en su mente, ambos eran víctimas, ese era su lazo, eso era lo que los conectaba, como dos almas en pena solo continuaban siguiendo el camino desde y hacia la muerte.

—Tenía diez años. —conjuró América, soñadora, dubitativa.

—¿Uhm?

—La primera vez que sentí el ansia tenía diez años —No sabía por qué decía eso, por qué quería contarle sus traumas, gal vez por confianza, tal vez por aburrimiento, tal vez porque si él sabía lo que ella había vivido no la vería como un monstruo—. Las niñas suelen desarrollarse antes que los niños, la mierda de la pubertad. Una niña normal tendría una conversación con su madre y esta le diría que no se preocupara, que la sangre es algo natural en el cuerpo de una mujer, probablemente añadiría una línea ensayada, algo del estilo: «¡Te estás convirtiendo en una señorita!».  Eso no es algo que se vea en los Worshake, no.

     No escuchó ningún comentario del otro lado de la pared, por lo que entendió que él esperaba que continuara con su relato, se dirigiera a dónde se dirigiera. Ni siquiera ella sabía a dónde apuntaba con esa conversación, sacaba las cosas que tenía años conteniendo, años manteniendo en la oscuridad.

—Las pesadillas comenzaron la noche de mi primer sangrado… ¿qué niña de once años sueña devorar a sus compañeros de escuela? Aún hoy en día puedo evocar la imagen del pequeño Zanto reducido a retazos, con sus ojos azules sin luz y sus… no importa. A la mañana siguiente mi padre me llevó a una recámara y me explicó lo que me estaba ocurriendo; la sangre de los dioses en mi interior comenzaba a surgir, mi tótem se manifestaría y me consumiría si yo dejaba que ocurriese.

La Rapsodia del QilinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora