Capítulo 8

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Aquella tarde llegué exhausta a casa, había sido un día difícil, lleno de deberes y evaluaciones. Pensé en una ducha tibia, un masaje de pies, una larga siesta que me recompusiera, un maratón de Stranger Things para saciar mis ganas de querer diluirme sobre la atmosfera. Claro que eso fue imposible. De haber sabido que su humor no era el mejor de todos, jamás hubiera llegado a casa aquel día.

Una vez pise el primer escalón, rumbo a mi habitación, su gran mano se enredó alrededor de mi coleta y tiró de mí con tanta fuerza que caí al suelo de bruces. Un dolor intenso se esparció por toda la constitución de mi cuerpo, me había golpeado tan fuerte que me costó unos momentos volver a la realidad.

—¿A dónde demonios piensas ir? —escuché a mi papá gritarme.

Me incorporé con pesar, mientras buscaba su enrojecida mirada lanzar llamas en mi dirección.

—No creas que vas a salvarte de hacerme de comer, niña —tiró nuevamente de mi cabello, caminando conmigo a rastras hacia la cocina mientras le pedía desesperada que me soltara.

El llanto no era algo que me favoreciera en estos casos.

Quería decirle que estaba de acuerdo con él, que no había necesidad de ser brusco ni grosero, pero refutar a su palabra era ir en contra de las reglas de la casa que él mismo había impuesto.

Con una enorme facilidad, me arrojó sobre el suelo de un solo empujón y pude sentir poco luego el líquido baboso en rostro caer. Me escupió.

El enojo trepó por mis venas a una velocidad peligrosa. Nunca, hasta aquella tarde, me había revelado, nunca me había quejado. Tenía total conocimiento de las normas de la casa, de las creencias de ambos, de la fanilia anticuada y machista en la que ambos habían crecido, de todas las amenazas que recibíamos. Pero que me escupiera sobrepasaba un límite que desconocía.

Me levanté enojada, decidida y con toda la indignación posible.

—No era necesario escupirme en la maldita cara.

Y desaté el demonio que en él vivía. Siendo consciente de mi enorme error, cerré mis párpados con fuerza y le permití una vez más, darme mi lección.

No lo merecía. Claro que una chica como yo, viviendo de las injusticias, nunca podría merecer tal golpiza, sin embargo, quise creérmelo para tener justificación alguna por tal castigo que recibí. Mi labio roto, mi espalda marcada, sus dedos plasmados en mis mejillas, la mitad de mi rostro muy lastimado, casi monstruosa. No debía dejar que mi madre viera, aunque fuese difícil. No quería incomodarla, no quería verla llorar de nuevo, no quería preocuparla al hacerle saber lo que me había pasado.

Cuando me quedé allí tendida sobre el frío suelo, sollozando en silencio, golpeada con brutalidad, pidiendo disculpas en voz baja y temblorosa, se marchó satisfecho, como si ya no quedase nada más que quitarme.

De manera irremediable, aquella tarde, los problemas comenzaron a surgir en mi vida.

Me culpé por lo sucedido, sabía que no era mi deber hacerlo enojar, de hecho era todo lo contrario, de eso nos encargábamos mi madre y yo. Ella lo complacía con lo que podía y yo debía evitar que se enojara. Pero yo era una maldita inútil que no había sido capaz de seguir las reglas al pie de la letra.

Como pude, subí hasta el baño a darme una ducha de agua fría, pues pensé que tal vez eso me ayudaría a despertar de aquella maldita pesadilla. No dejaba de repetir en mi cabeza su rostro enfurecido y enrojecido varios tonos, mirarme con odio y de manera sucia, como si deseara no haberme procreado nunca. Salí de la ducha entre sollozos, dejando que las lágrimas se deslizaran, saciando mis inmensas ganas de gritar. No podía hacerlo. Si gritaba, sería peor.

Los Demonios de Gael ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora