Chapter thirty five: Dionysus.

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Advertencia: éste capítulo contiene violencia verbal, física y psicológica que puede herir la sensibilidad de algunos lectores. Si sos sensible a este tipo de contenido, te invito a que te saltees todo el texto escrito en cursiva. Si aún así decides leerlo, yo no me hago responsable por herir. Mi intención NO es hacerlo. Esta novela es simplemente ficción.

Por otro lado: si conoces a alguien que está pasando por una situación así, por favor no te quedes callado. Defiende. Aunque no los conozcas. No sabes por lo que está pasando, o podría hacer. Defiende como a tí te gustaría que te defiendan. Gracias.

- ¡Por favor, basta! -gritaba la joven mientras intentaba cubrir su rostro con sus brazos todo el golpe de los pies contrarios.

- ¿Por qué debería? -contestó otra, burlona.- Gente como vos no debería existir. Son asquerosos.

- ¡Te abrí las puertas de mi casa! -gritó una rubia, quien le propinaba patadas en las piernas luego de arrastrarla por el suelo del cabello.- Dejé que duermas en mi habitación. Te presté mi ropa. Ahora de seguro voy a terminar como vos, una asquerosa.

- Tené cuidado, Camila. -exclamó una tercera.- No vaya ser que te contagie por tocarla.

Camila le dio una última patada en el estómago. Se rieron de ella, quien lloraba en silencio. Le apuntaban con el dedo, diciendo que no merecía nada, que iba a terminar sola si no volvía a la normalidad. Se arrepentían de aceptarla en su grupo de amigas. Ahora era la lesbiana, la asquerosa, el engendro. Tomaron su mochila y la arrojaron a un charco de agua sucia antes de dejarla tirada a su suerte.

Se alejaron riéndose en voz alta. Festejando. Samantha se levantó del suelo, quitando sin ganas el barro de su uniforme. Las lágrimas le dejaron un rastro limpio en el rostro. Se acercó lento a su mochila, y se la llevó a la espalda sin importarle nada. Caminó pausadamente, mientras veía cómo la gente la miraba con lástima, pero sin ayudarla. Sólo pudo aguantar dos cuadras. Se adentró en la panadería.

- ¡Sam! -exclamó la dueña del local al verla-. ¿¡Qué te paso, por el amor de Dios?!

La joven no respondía. Lloraba a cántaros, saboreando la mezcla entre tierra y sangre en sus labios. La abrazó con fuerza.

- Llamaré a tu madre, ¿sí? Toma.

Le extendió un pañuelo. La chica se secó las lágrimas que iban saliendo de sus ojos. En ese momento, sólo quería lanzarse a las vías del tren. Esperar por un final rápido. Si ellas reaccionaron así, no quería imaginarse cómo lo haría su madre. Todavía no se lo había dicho, y ahora le inundaba el pavor de hacerlo. De tan sólo pensarlo, sentía morir.

Vio a su hija en ese estado y no pudo evitar llorar. La joven no contestaba a ninguna de sus preguntas. Tenía su mirada clavada en el suelo, apretando los puños, aguantando el llanto. Le tendió la mano, y salieron del establecimientos hacia su casa. Una vez allí, Samantha tomó una larga ducha. Vio cómo los hilos de sangre se desvanecía entre el agua, el jabón limpiaba su piel, mas no su alma. Se sentía sucia. Todavía sentía los golpes en su cuerpo, cada una de las palabras se clavaron en su mente, haciéndola retorcerse en un dolor que jamás se iría. Gritó de dolor. De bronca. De desesperación. La garganta le ardía. Los ojos le escocían. Su piel se sentía en llamas. Ella se encendía en el más cruel de los infiernos, deseando una liberación pronta a todo esto. Quería morir. Quería lanzarse al vacío. Dormir para siempre contra la fresca y suave hierba, quien la recibiría con los brazos abiertos, junto a la Muerte, para darle, quizá, un descanso libre de todo lo malo del mundo.

Entró con desespero al baño, cerró la ducha y la envolvió con la toalla. Le dijo que se cambiara tranquila, ella iba a preparar té y que luego se acostara. La vio pálida. ¿Qué pasó? Insistió con las preguntas, pero ella seguía muda, con la mirada perdida. Triste. Desamparada. Samantha dejó la taza sobre la mesa, suspiró fuerte y por fin pudo pronunciar palabra.

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