Cap 25; alas rotas

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{Narrador homónimo}


El señor Blancarte apagó su ultimo cigarrillo en el cenicero de cristal, el olor a tabaco mezclándose con la fina brisa, el rocío empapando la superficie de la mesa del jardín, la oscuridad pintaba los matorrales y los camuflaba en un profundo negro, perdiéndose en el horizonte del enorme patio

El hombre exhalo la última bocanada de humo, su cabeza ocupada repasando lo que habría de decir al día siguiente

Su mente reproduciendo las imágenes que él mismo se había creado, convenciéndose, y es que debía estar seguro al hablar, debía convertir su desespero por tener a aquel hombre en ojos tristes y voz quebradiza

La ruta había sido trazada, el solo debía transitar y asegurarse de no frenar

A punto de levantarse de su silla, justo antes de entrar por las puertas de cristal, escuchó un ruido entre los matorrales, la luz de la luna reveló un par de arbustos con su tenue brillo, se sacudían

La sensación de que alguien aparecería en cualquier momento lo invadió de pronto, como cuando sientes que definitivamente te están mirando cuando duermes...

Hubo un instante apenas perceptible en el que la tensión se elevó hasta hacer palpitar sus oídos

Después escuchó la aguda voz de su esposa

—cariño—la dulce mujer llegó al lugar, con su suave bata de seda blanca—deberías entrar ya, te hice la cena...—ella estaba tratando, realmente lo estaba

El ruido y movimiento en los arbustos pareció detenerse en ese momento

El hombre se volteó hacia la señora blancarte—¿y al menos pudiste no quemar algo esta vez?—dijo malhumorado

Ellos tenían personas para encargarse de la comida, por supuesto que las tenían, pero a veces, la mujer les pedía que le dejaran cocinar la comida a su esposo, ella quería un poco de la atención que tanto le faltaba de su parte, y no era que la necesitara, pero eso le habían enseñado a ella, eso era lo más anhelado en su mente llena de deseos

A veces se frustraba, y los gritos y mal tratos parecían aumentar, pero no quería seguir sintiendo pena por ella misma, pensó en pelear para enmendar sus errores (porque en su mente eran sus errores)

—prometo que lo hice bien esta vez—le dijo animada la mujer

—si no lo cómo, estarás fastidiando hasta que lo haga—el hombre empujó a la mujer a través de las puertas abiertas de cristal—camina—

Por supuesto las quejas e insultos a la comida de su mujer, llenaron la noche de desasosiego para la señora blancarte, pero eso hacia una dama, se preguntó, iba a aguantar, lo haría por su matrimonio, era su deber ¿o no?

[...]

Domingo

Joaquín leía bajo uno de los enormes arboles del patio, era su árbol habitual, el viento haciendo que las ramas cantaran, su crujir contrastaba con el canto de los pájaros, que volaban por montones cerca del lugar

Era una tarde tranquila, él leía concentrado las palabras de Mark Twain, a veces reía y otra más murmuraba cosas que solo el viento podía escuchar en el vaho de su aliento

A lo lejos, Emilio tenía unos buenos 5 minutos observando esa escena, no era que estuviera discretamente escondido, pero el chico leyendo, no lo notaba, estaba absorto en las páginas de su libro

La sinfonía de lo divinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora