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El tercer mes sin él dio una entrada brillante a la ansiedad.

El trabajo no era definitivamente una opción, pisar el suelo fuera de casa era una proeza que no estaba preparada a afrontar, no cuando las miradas se centraban en ella, los murmullos comenzaban y las vecinas se acercaban con sonrisas de lastima a consolarle.

Estar cerca a la puerta que daba a la calle generaba que su corazón se acelerase con fuerza,  el miedo corría desde la punta de sus pies hasta alojarse en su garganta, apretado, asfixiante.

El llanto no se presentaba de manera calma, las lágrimas silenciosas fueron remplazadas por sollozos incontrolables, rasposos, molestos y sin lugar a dudas fuertes.

El dolor en su pecho se intensificó con el transcurso de las semanas, debido al conjunto de durezas que su cuerpo experimentaba, los dolores que sufría y los golpes que sus constantes bajas de azucar lograban.

Sin más opción que atrincherarce en su cuarto, intentando que nadie más escuchara y sin lograrlo del todo, la preocupación de su família era palpable y dolorosa de ver y escuchar.

Sin embargo que podía hacer, su lado racional había escapado junto a él, si es que en algún momento lo hubiera tenido porque de ser así, no estaría pasando por esto.

El miedo a vivir no sólo le afectaba a su corazón si no tambien a su mente descolocada, irracional, lastimada.

No podía continuar, todo se remontaba a él y a su necesidad de saber como está, porque no esperó un poco más, porque fue tan fácil para él tomar esa decisión.

Su familia dijo no más y es por eso mismo que ahora se encontraba sentada en una especie de ambulancia, con su ropa de cama aún puesta, con dos mujeres acariciando su cabello revuelto como si de verdad sintieran cariño, aún sentía las lagrimas secas en sus mejillas, aún palpitaba su cuero cabelludo en las zonas que había tirado, aún ardían los arañazos en sus brazos y sin embargo les sonrió a sus padres antes de que las puertas del vehículo se cerraran.

CanemDonde viven las historias. Descúbrelo ahora