Capítulo 50: Una niña índiga

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Decidí cubrirle los ojos con una benda para que no viera nada, esta ocasión se ha convertido en la primera vez que hago esto con ella y espero sacarle si quiera una sonrisa, puesto que estuve viéndola algo decaída. Entró al restaurante como lo hace de costumbre, sin embargo, hoy olvidó sonreír. Ahora mi objetivo es hacer que saque de su mente eso que tan mal le hace y se distraiga un rato, ojalá pueda conseguirlo.

—¿Qué querés hacer?—preguntó confundida, reí por lo bajo. Me levanté del asiento dirigiéndome a la cocina, se volvió hacia mí aunque no pudiera ver y dijo mi nombre cuando sintió mis pasos alejándose—. ¿A dónde vas?—intentó quitarse el pañuelo.

—Ya regreso, no demoro—le respondí dejándola sola unos instantes. Debía seguir con el plan a pesar de sus insistencias.

Tuve una idea durante el fin de semana, extraño a Perú y todas las costumbres que allí abundan. Entonces quise preparar algunas cosas que solía comer allá, como por ejemplo los anticuchos, el arroz con leche o la mazamorra morada. Acudí temprano al cafetín donde trabajo y pedí prestada aquella amplia cocina que creí, serviría.

—Yo te extrañaré, tenlo por seguro...—frené de repente ni bien escuhé su voz. Jamás había tenido esa suerte de escucharla cantar—. Fueron tantos bellos y malos momentos que vivimos juntos—cantó ignorando que me encontraba oyéndola.

De alguna manera hace que recuerde asuntos del pasado, a mis doce años empecé a cantar en autobuses para ganar dinero y descubrí que la música vivía dentro mío. Luego entendí que aquel era y sería siempre un sueño inalcanzable.

—Deberías cantar más seguido—comenté acercándome, Celes volteó al oírme y bajó la cabeza.

—¿Cuándo voy a quitarme esto?—inquirió cambiando de tema, buena táctica. Suspiré colocando el plato de mazamorra que preparé horas antes.

—Primero tienes que probar esto—sonrió apartándose un mechón de cabello castaño que caía sobre su rostro.

—¿Vos cocinaste?—asentí, después olvidé que no podía verme.

—Sí obvio, ¿quién más cocinaría mazamorra morada?—cuestioné causando que aumentara aquella curiosidad suya.

—¿Qué es eso?—interrogó sintiendo el olor que desprendía—. Huele bien—volvió a sonreír. Sí que estoy cumpliendo mis objetivos, ¿si puedo hacer esto podré también volver a tocar guitarra? Tengo olvidada la mía.

—Lo comemos mucho en Perú, le ponen maíz morado y canela—expliqué alistando una cuchara. Celeste prestaba atención, y parecía haberse olvidado de la tristeza—. ¿Pruebas?—ofrecí esperando que se animara.

—A ver—aceptó, segundos posteriores le di de comer y saboreó aquel delicioso postre. Dejé la cuchara dentro del plato para desatar el nudo de la benda que cubría sus ojos.

—¿Y? ¿Qué tal?—pregunté entusiasmado. Realmente quería que le gustaran.

—Está mejor que vos—afianzó comiendo otro poco, reí observándola, feliz porque quizás haya podido cambiar su día. Desconozco las razones por que llegó de esa manera, no obstante, creo haber ayudado—. Puedo comerme todo, ¿verdad?—asentí sonriente.

—Por cierto, te escuché—aclaré haciendo que mire hacia otra dirección—. Celes—la llamé tomando su rostro, y seguía comiendo cuando lo sostuve—, ¿estás contenta ahora?—consulté para estar seguro.

—¿Hiciste esto al verme mal?—genial, descubrió mis intenciones, ¿debería decirle que sí? Aunque quizás no debí preguntarle inicialmente.

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