A John Watson no le interesaba el hecho de que Sherlock Holmes era realmente un genio. No le importaban las razones que hubiese tras su genialidad o sus tretas absurdas en búsqueda de más conocimiento. Solo sabía qué hacía años se había visto atrapado por la tormenta que significaba ser su amigo y que durante todos esos años había intentado escapar, con resultados más que infructuosos.
El gryffindor sabe que Sherlock no soporta saber de un misterio y no poder resolverlo. Que se ha metido en más problemas que el legendario trío dorado de Gryffindor, los gemelos Weasley y muchos otros antes que ellos, todos juntos. Y que los profesores (directora incluida) sienten una debilidad especial hacia el joven Holmes que le impiden cumplir la constante amenaza de expulsión contra su persona. O quizás era simplemente que muchas veces las acertadas deducciones del ravenclaw les habían servido a los mismos catedráticos para resolver misterios excepcionales a lo largo de todos esos años. Razón por la que el resto de los buscapleitos de Hogwarts solían odiarle profundamente, por todas las veces que habían sido delatados por el joven detective.
Sherlock, a pesar de su apariencia débil y alargada, era increíblemente bueno con los puños y la varita. Quizás John era mejor en Defensa contra las Artes Oscuras, sin embargo Sherlock era capaz de transformar en roedores los zapatos de sus enemigos con un simple movimiento de su varita, ocasionando pánico y una victoria por default. A lo largo de los años aquellos que odiaban a Sherlock Holmes iban en aumento y también se iban haciendo más inteligentes, aprendiendo que no era demasiado bueno atacarle en solitario y en un lugar de fácil acceso del profesorado, como era un pasillo.
Así que el lugar ideal era en Hogsmeade, y con un gran grupo de enemigos todos dispuestos a conseguir una tajada de venganza.
—Sherlock, creo que esta no es una buena idea —murmuró John tragando saliva.
Se encontraban en una calle cerrada, cercana a la Oficina de Correos de Lechuzas y a la sucursal de Sortilegios Weasley, siendo acorralados por al menos quince muchachos, todos de quinto hacia arriba, de diversas casas y siendo liderados por un sonriente Jim Moriarty, que mantenía a su lado a su amigo y protector, Sebastian Moran, que jugaba con su varita de forma amenazante totalmente serio.
Era sábado en Hogsmeade y tenían un comité de bienvenida esperando por ellos. Hurra.
Por su parte, Sherlock lucía su típica sonrisa llena de seguridad, sin mostrar ni por un momento si se sentía intimidado ante todo ese grupo de buscapleitos a los que había cabreado descubriéndoles ante los profesores. A todos menos a Moriarty. Ese estaba allí solo por la diversión. Era demasiado listo para dejarse atrapar, para molestia del ravenclaw.
—¿Qué pasa, Holmes? ¿Sacaste a pasear a tu novia? —preguntó una voz desde atrás del grupo, ocasionando risas entre los demás. John sintió sus mejillas encenderse un poco, pero solo apretó la varita en su mano.
—Oh, ¿sienten envidia? No se preocupen, seguro que en el bosque prohibido hay algunos Escregutos de Cola Explosiva que estarían felices de acompañarles a tomar el té —les respondió alegremente Sherlock para luego poner una mueca—. Aunque seguramente rechazarán a los Slytherin, a esos no los quieren ni los Escregutos.
Ignorando la oleada de murmullos airados de las serpientes del grupo, otro (un hufflepuff) alzó la voz.
—Que malos somos, el joven Holmes está enfadado porque estamos interrumpiendo su cita —comentó con voz falsamente apiadada—. Ellos que iban felices a tomar el té donde Madame Tudipié y nosotros les fastidiamos el día. La señorita Watson va a llorar.
Antes de que John pudiese defender su honor a golpe de varita y Sherlock pudiese decir algo acerca de la señorita Watson (algo como que Harriet, ya graduada, podría con todos ellos con una mano atada a la espalda y los ojos cerrados), una fuerte e imponente voz se impuso por sobre las risas de los matones.
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Elemental, mi Querido Gryffindor
FantasySherlock Holmes es demasiado brillante para su propia seguridad y un castillo como Hogwarts, por enorme y mágico que sea, se hace demasiado pequeño para satisfacer su curiosidad y mantener su vida suficientemente entretenida. ¿Qué queda? Solo meters...