5.- Primera Cita

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Greg Lestrade nunca va a olvidar la primera cita que tuvo con Mycroft Holmes.

Naturalmente que en ese momento él ni había imaginado que era una cita, y de hecho no le llamaría así hasta años después cuando el mismo Mycroft la nombrase como "La Cita". Aunque él, sin llamarle cita, jamás había olvidado esa ocasión.

Mycroft había sido el típico slytherin empollón que la comunidad estudiantil suele ignorar en la biblioteca. Era tan típico que era horrible en los deportes, como cualquier empollón, tal como habían corroborado durante todo el primer año en la clase conjunta de Vuelo de ambas Casas, Slytherin y Hufflepuff.

Mycroft nunca le había llamado realmente la atención a Greg, más que por sentir hacia él una lástima pequeña por apenas ser capaz de elevar la escoba a su mano. Greg era un deportista nato, casi parecía que había nacido sobre la Escoba y McGonagall se vio en apuros cuando la profesora Sprout le exigió que le dejase entrar al equipo de Hufflepuff a pesar de ir en primero, teniendo que aceptar. Por eso ver a alguien tan malo en algo que para él era tan sencillo le provocaba lástima más que orgullo propio. Si algo Greg Lestrade no era, eso era vanidoso.

Cuando un día en su segundo años buscaba en la biblioteca un libro para un trabajo de Transformaciones y le dijeron que la última copia la estaba usando Mycroft Holmes, Greg ni siquiera dudó en acercársele a preguntarle si podían compartir el libro.

Greg Lestrade era un hijo de muggles. Pero no era cualquier hijo de muggles, era un hijo de muggles Hufflepuff y miembro del equipo de Quidditch de su casa desde primer año. Era una celebridad en Hufflepuff y entre algunos de otras casas, y jamás le habían molestado por algo como la impureza de su sangre, así que no conocía limitaciones algunas en el ámbito en el que podía relacionarse con los demás. Para él no había diferencias de clases ni castas, criado en una sociedad plenamente democrática hasta los once años antes de enterarse de que ese no era del todo su mundo.

Sin embargo Mycroft si conocía las diferencias y sabía cuáles eran las limitaciones respecto a las relaciones. Quizás el mundo mágico había cambiado desde la Segunda Guerra de Voldemort, pero la mayoría de las familias puras protegían con celo sus tradiciones aún ahora. Mycroft sabía que no era lo mismo relacionarse con Hufflepuff que con un Slytherin, así como que las relaciones sociales deberían mantenerse entre los de tu misma clase. Lo sabía y aun así asintió a la petición de Greg, sin comentario alguno, solo dándole una profunda mirada.

Se sentaron juntos y avanzaron en el trabajo casi sin hablar por una hora, que fue cuando Greg rompió el silencio apuntando a unas largas tiras verde oscuro que había estado observando que el Slytherin comía mientras estudiaba.

—¿Por qué comes eso? Una chica de quinto las come y dice que son horribles —le preguntó con las cejas fruncidas sin comprender como alguien podía querer comer algo que claramente se veía muy desagradable.

Mycroft le miró a los ojos penetrantemente y luego de unos momentos claudicó consigo mismo y le explicó, lento y calmado, que era una tira de unas poderosas algas mágicas que ayudaban a quemar las calorías extras.

—Tengo un metabolismo lento y subo de peso extremadamente fácil, es por eso que debo estar constantemente en régimen —finalizó volviendo a su trabajo, ignorando la expresión sorprendida del hufflepuff que pronto volvería a llamar su atención.

—¿Pero no es más fácil hacer algo de deporte y ya? No puedes estarte controlando lo que comes todo el tiempo —un puchero en sus labios y Mycroft no había podido resistir el sonreír un poco.

—Apesto en el quidditch. Las risas en las clases de Vuelo del año pasado deberían haber hecho que lo notases, Lestrade. Además no tengo tiempo, debo estudiar —finalizó volviendo a mirar sus pergaminos, humedeciendo su pluma en la tinta negra.

—¡Pero si ya eres el mejor de nuestra generación! No necesitas estudiar más, Holmes —se opuso el hufflepuff apoyando la mejilla en la mesa y mirándole hacia arriba. Mycroft le miró entre intrigado y divertido por la actitud infantil del otro, una que él nunca había visto en nadie más. Quizás en Sherlock, cuando no le dejaban hacer lo que deseaba—. El deporte debería ser una obligación, como en los colegios muggles. Así no te verías obligado a comer esa cosa y seguro que te divertirías —murmuró con una mueca fácilmente confundible con un puchero.

Mycroft le confesaría tiempo después a Greg que se había sentido muy conmovido al ver al hufflepuff enfurruñado en su nombre, y que había sido eso lo que le había llevado a aceptar la invitación que le había hecho para el sábado siguiente practicar con la escoba, a pesar de que él sabía que apestaba en eso.

Ese sábado no aprendió a jugar Quidditch, pero luego de un par de meses de juntarse sagradamente cada sábado por la mañana, lloviese o tronase excepto cuando había un partido oficial, Mycroft era lo suficientemente bueno para servirle a Greg para entrenar y hacer ejercicio bastante para poder dejar de comer esas asquerosas algas que, tal como el hufflepuff había supuesto desde el primer momento, Mycroft odiaba.

Lestrade nunca olvidaría ese primer día, porque había sido el paso para una fuerte amistad entre él y el slytherin, sin importarle lo que pensasen los demás de esa relación. Y esa amistad luego se transformaría en algo más, en algo mucho más importante. Lo más importante. Entonces ¿cómo podría olvidarlo?

Mycroft Holmes nunca va a olvidar la primera cita que tuvo con Gregory Lestrade.

Fue en segundo año, una mañana de sábado en el campo de Quidditch, donde el hufflepuff pasó tres horas enseñándole a volar recto con la escoba. Estaba nublado, pero no llovió hasta que terminaron de volar. O intentar hacerlo. Mycroft se cayó tres veces de corta altura, y las tres veces Gregory se rió. Sin embargo las tres veces también le ayudó a levantarse y le dijo con esos ojos que brillaban como el sol ausente que "no pasa nada" y "vuélvelo a intentar". La última vez que Mycroft lo intentó ya no volvió a irse hacia los lados.

Tal como en un día no se construyó Roma, Mycroft en un día tampoco aprendió a jugar Quidditch. Tampoco se enamoró en un día de la risa, ni los ojos, ni del cabello tempranamente cano del hufflepuff. Pero en ese día dejaron los apellidos de lado y comenzaron a llamarse por sus nombres –Gregory, le diría siempre Mycroft, a pesar de que el otro insistiese que su nombre es Greg–; en ese día se rieron juntos por primera vez y comenzaron a ignorar el hecho de que eran un Slytherin y un Hufflepuff, un Sangre Pura y un Hijo de Muggles, para ser simplemente ellos. Greg y Mycroft.

Quizás ese no fue el día que se enamoró de Greg Lestrade, sin embargo Mycroft siempre recordará esa primera cita, porque fue en ella donde se dio cuenta de que ese chico "es capaz de hacerme hacer cosas que nunca pensé que haría", mientras corrían juntos al castillo entre risas al ser mojados por la lluvia de medio día con las escobas firmemente cogidas de los mangos, resbalando en el barro, pero sin caer ni una sola vez.

Y no ha cambiado de opinión en todos esos quince años siguientes que llevan uno al lado del otro. Amistad transformada en algo más, lo mejor de su vida. Greg Lestrade sigue siendo la única persona en el mundo que es capaz de hacerle hacer cosas que jamás imaginó que haría. Y con una sonrisa en la cara y el corazón lleno de amor.

Elemental,  mi Querido GryffindorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora