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Cuando John vio todas sus cosas dentro de su Baúl, cerrado casi a la fuerza al no caber ni un knut adentro, por primera vez fue consciente en verdad de que el próximo año ya no volvería a usar esa cama. Ni ese cuarto. Ni la torre.

Era extraño como habían pasado siete años tan de repente. Parecía ayer cuando había entrado al Gran Comedor escuchando la perorata de Sherlock sobre lo absurdo de que un Sombrero Mágico te "Seleccionara" –aunque en ese entonces no sabía que ese chico de negros cabellos ondulados y mirada transparente se llamaba así–. Parecía que había sido ayer cuando se metió en problemas por primera vez con el Ravenclaw, cuando hizo la prueba para entrar al Equipo de Quidditch alentado por su hermana Harry que ya era Cazadora, cuando tuvo su primera Clase de Adivinación y Trelawney había vaticinado la muerte de su madre, lo cual se había cumplido dos meses más tarde por un cáncer fulminante.

Había pasado demasiado de su vida en ese cuarto y pronto ya no se sentía con fuerzas para irse. Sus compañeros parecían pensar de forma parecida, porque todos miraban con añoranza el lugar y se enviaban mutuas miradas consoladoras, sujetándose de los postes de las camas o sentados en ellas simplemente admirando el alrededor.

La voz de Albus les avisó que eran las diez de la mañana, que en una hora saldría el Expreso y que había que ir a los coches que les llevarían a la estación en treinta minutos.

—Es el momento de los últimos adioses— suspiró el pelinegro mientras le daba unas palmaditas a John en el hombro —Creo que le haré una visita al Sauce Boxeador— bromeó provocando una risa de todos los Gryffindor de séptimo. Esperen, de los ex Gryffindor de séptimo. Después de todo, ya estaban graduados.

John vio a Albus salir del cuarto y no le costó imaginar que iría a buscar a Scorpius, probablemente para despedirse juntos de aquel lugar que habían podido llamar hogar. Teóricamente él haría lo mismo con Sherlock y de hecho lo esperaba allí desde hace media hora pero por algún motivo el Ravenclaw aún no se había asomado, lo que comenzaba a intrigarle.

Verificando una vez más que nada se le quedase, John salió prácticamente al vuelo del cuarto bajando las escaleras a la Sala Común de dos en dos. Muchos chicos comenzaron a gemir y rodearle en cuanto pisó la Sala, quejándose de que se fuese, de que ya no volverían a ganar la Copa de Quidditch (que ese año había suya de nuevo) y que echarían mucho de menos sus relatos en el Diario Escolar. John se encontraba verdaderamente enternecido por la sincera admiración que provocaba en los más pequeños, pero no tenía tiempo así que les agradeció a todos y corrió fuera despidiéndose de la Dama Gorda con una reverencia mientras la mujer en el cuadro se limpiaba unas lagrimitas con una pañuelo.

Mientras corría hacia la Torre de Ravenclaw, John se iba empapando de los recuerdos que le provocaban los pasillos del castillo, los cuadros que le saludaban al pasar y la piedra que resonaba bajo sus pisadas. Tan concentrado como iba ni siquiera notó a quien caminaba en su dirección hasta que fue atrapado por esos brazos, pegándose a ese pecho y a ese aroma. Ah, Sherlock.

—¡Te iba a buscar!

—Yo también, me retrasé porque Molly Hooper no quería dejarme ir. No preguntes, no es una historia agradable —gruñó el pelinegro mientras miraba al rubio en su pecho que simplemente permaneció allí un momento, oliéndole y sintiéndole—. John, a cada momento creo que te pareces más a ese Patronus tuyo. Eres todo un pulgoso can.

—Oh, cállate —le respondió John mientras jalaba la bufanda de Ravenclaw para que Sherlock bajase a su altura y poder besarle los labios. Lo que fuese para que dejase de burlarse del noble Golden Retriever que era su patronus. No todos podían tener impresionantes Fénix para protegerse, y Sherlock debía entenderlo algún día.

Elemental,  mi Querido GryffindorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora