12.- Fénix

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John Watson tuvo una pesadilla esa noche poco después de dormirse. Él nunca tenía pesadillas, sin embargo esa noche tuvo una.

Estaba absolutamente oscuro, y aunque eso de por sí debería ser aterrador para gran parte de la gente, John no le tenía miedo a la oscuridad. La oscuridad era su amiga, su aliada en sus salidas con Sherlock por el castillo, resolviendo misterios y metiéndose en problemas. La oscuridad nunca le había provocado temor alguno, sin embargo en esa oscuridad John se sintió aterrado.

Estaba asustado porque estaba solo, y eso casi nunca ocurría en la oscuridad. No podía alcanzar la presencia de su amigo como una noche normal, y eso le encogió el corazón. Trató de hablar, pero no escuchaba su propia voz. No veía sus manos, y eso provocó la ilusión de que realmente no las tenía.

Podía ser algo de su cabeza, pero John podía escuchar un susurro lejano. Un zumbido que se acercaba y que sabía que cuando llegase ya no habría nada más. Un siseo animal que hacía que su piel se estremeciese.

Y estaba solo. Y eso era lo más aterrador.

Su grito de angustia fue tapado con una mano, y cuando abrió los ojos con el pecho acelerado y lágrimas en sus ojos, le vio allí. Sentado en su cama mirándole con sus enormes ojos casi transparentes y esos rizos negros infinitos. Metido entre los rojos doseles que rodean su cama, casi con temor porque le vio agitarse en sueños y Sherlock no sabía que John tenía pesadillas.

John quiso decirle que no las tenía. Que nunca las tenía. Pero no dijo nada, demasiado asustado aún y demasiado enamorado como para hablar. Solo abrió sus brazos y el ravenclaw quitó su mano de la boca de su amigo y le abrazó.

Se fundieron en un abrazo necesitado y John notó que Sherlock aún traía su túnica negra con el uniforme debajo, por lo que probablemente esa noche no tenía planeado dormir. Quería regañarle, como siempre que sabía que el pelinegro estaba dispuesto a perderse una noche de sueño o un día de comidas por una investigación, pero no se sintió capaz. No cuando sabía que esa investigación era sobre él. No cuando el recuerdo del rostro angustiado del menor de los Holmes estaba claro como el agua en su memoria, mientras él y Scorpius se enfrentaban temerariamente a las feroces ramas del Sauce Boxeador para rescatarles esa tarde.

El más alto se metió bajo las sábanas y se besaron silenciosamente, en besos desesperados que hubiesen querido darse en medio de la enfermería, pero que no podían darse por haber demasiada gente observando. Sherlock no lo dijo, pero echó un hechizo de confidencialidad alrededor de ellos. John no lo sabía, así que guardó silencio. El de rizos negros no le dijo nada porque estaba demasiado aliviado de tenerle allí con él y se olvidó de todo lo demás, al menos por un momento.

Mucho rato se quedaron el uno en los brazos del otro, en un silencio cómodo que decía más que mil palabras, sintiendo sus cuerpos juntos envueltos en las colchas rojo Gryffindor, mientras escuchaban apenas las respiraciones de los otros habitantes del dormitorio. Hasta que Sherlock habló en un carraspeo, y John quiso golpearle porque había habido magia en ese silencio, y ahora simplemente ya no había nada.

—Creí que ibas a morir.

—Yo pensé que iba a morir —confirmó luego de un momento el gryffindor, acariciando los rizos de su, bueno, amigo. Aún no le ponían nombre a eso, a pesar de llevar casi un mes juntos, ignorando las dos semanas de vacaciones de Navidad en las que solo se pudieron enviar lechuzas—. Si no me hubiese matado un golpe de esas ramas, seguro que podría haber muerto congelado si no nos hubierais encontrado tan pronto. Yo y Albus, quiero decir —murmuró mientras Sherlock gruñía con fuerza, estrechándole más hacia él, sin dejar ni un milímetro entre sus cuerpos

—Malditos —su voz estaba tan llena de odio que John se asustó un momento antes de sonreír de medio lado, moviendo el rostro para besar esos labios tensos que parecieron relajarse ante el suave toque. El agarre de esos brazos se volvió más suave, al igual que su respiración.

—Siempre habrán intolerantes, Sherlock. Simplemente debemos tener más cuidado —se encogió de hombros—. Aunque sinceramente no sé porque Albus. Sus padres son magos. Que la madre de Harry Potter haya sido hija de muggles es hilar demasiado fino, ¿no? —preguntó sin esperar respuesta realmente, pero Sherlock se tensó a su lado y él le conocía lo suficientemente bien como para sospechar que había descubierto algo por su sencillo comentario.

—Es cierto. Albus no encaja con el perfil de sangre sucia o mestizo que nos quisieron hacer ver. No era ese el motivo del ataque. Tiene que haber otro, y debe ser peor —Sherlock se oía contento, y John tenía claro de que nadie debería sentirse contento al decir algo como lo que ravenclaw acababa de decir, pero él solo pudo sonreír levemente, acariciando sus cabellos. Le conocía después de todo y no iba a esperar que viniese a cambiar ahora.

Una de las manos de Sherlock subió y acarició el rostro de John suavemente. Delineó una marca rojiza especialmente larga donde una rama pequeña pero dura le había golpeado. Madame Pomfrey le había dicho que no dejaría cicatriz alguna, pero que por unos días debía dejarlo estar. El sauce era un árbol mágico y sus marcas no se borrarían tan rápido como si fuese uno normal lamentablemente.

El dedo de Sherlock se deslizó por todo el largo de la herida y suspiró un poco, enviando oleadas cálidas sobre el rostro del Gryffindor.

—Si tuviese un Fénix de mascota, como pedí hace años a mi familia, con unas cuantas lágrimas te podría haber curado enseguida —murmuró resentido. John sintió su corazón calentarse y solo pudo sonreír. Podía recordar el gesto enfurruñado de Sherlock cuando en vez de un Fénix había recibido una nueva Lechuza que había acabado por ser mantenida por John—. Los odio tanto por tocarte. Por marcarte. De solo pensar en lo que pudo haber pasado en el periodo de tiempo que no recuerdas, yo...

—Shhh —un dedo silenció la retahíla de insultos que probablemente el pelinegro quería soltar. John no dijo nada más, solo le miró a los ojos que apenas podían verse por el tenue resplandor de la luna por las ventanas, y pronto se volvieron a besar.

Casi a las dos de la madrugada Sherlock se levantó de la cama de su compañero, arropándole y mirándole dormir por un momento. No había vuelto a tener una pesadilla, él se había asegurado pues había velado su sueño todo el tiempo.

Estaba girándose para volver a su torre cuando la mano fuerte de John le detuvo en su sitio. Se giró y vio los ojos adormilados de su chico, y solo necesitó un gesto para inclinarse y besar sus labios.

—No necesito un Fénix —murmuró el rubio contra los labios de Sherlock, haciéndole sonreír—. Solo necesito tus besos para sanar antes. Aunque seguro que tus lágrimas o tu canto funcionarían mejor —susurró antes de dejarse caer de nuevo en la cama acomodándose sobre su almohada—. Mi Ave Fénix.

Sherlock salió de la Torre de Gryffindor pisando nubes, aunque no quisiera reconocerlo. Lleno de ánimo para revisar una vez más esa nota que hubiese recibido el día anterior y el paquete empequeñecido que llevaba bajo la túnica. Vio el escudo de su casa en su pecho y sonrió un poco.

Quizás John tenía razón y él era otro tipo de ave en verdad y no un águila. Un Fénix sonaba bien para tomar como forma animaga. Lástima que hacía años que Dumbledore lo hubiese tomado como símbolo y ya no era tan original.

Elemental,  mi Querido GryffindorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora