—¿¡Cómo que arrestarme!? —chillo—. ¿Pero quién te has creído que eres? ¡Voy a hacer que te despidan! No, ¡voy a denunciarte! Van a salirme arrugas por el estrés.
Pero él ni me escucha. Se me acerca y me deja sumida en su sombra gigantesca, tapando la luz del sol que entra por las ventanas y la de las lámparas esparcidas por la habitación.
—Venga, muévete —masculla.
Me coge por un hombro. Tiene las manos enormes. Y muy fuertes. Una extraña sensación de comfort me recorre el cuerpo.
Pero no. ¡No! Este tipo es ahora mi archienemigo. ¡Céntrate, Raymunda!
Trato de librarme de su agarre, pero lo único que consigo es que me hunda los dedos en el brazo. Oigo cómo me crujen los huesos.
—Deja de moverte —gruñe él. Me arrastra a través del pasillo por donde he venido—. ¿De dónde has salido?
—¡Yo solo me he metido en la cola del supermercado!
—¡¿Pero de qué supermercado me estás hablando?!
—¡El supermercado al que he entrado para comprar huevos! Tendrías que saberlo, tú trabajas aquí...
El chico se detiene. Me obliga a girarme para mirarlo a los ojos. Se agacha. Es muy brusco. Tengo la sensación de que la cabeza se me va a separar del cuerpazo que tengo.
—Mira, no tenemos tiempo para esto, pero me estás poniendo muy nervioso —me está exprimiendo los hombros—. Esto no es un supermercado. Yo no trabajo en un supermercado. Aquí no vendemos huevos. ¿De acuerdo?
Siento cómo se me fríen las neuronas. ¿De qué me está hablando? ¡Por supuesto que esto es un supermercado! Mis hermanos están equivocados. Yo sé ir de compras, además de hacer fotos muy cute y inspirar a millones de personas a intentar ser más sexy. Yo soy una mujer fuerte e independiente...
—Venga, vete —el chico vuelve a arrastrarme.
Estoy en estado de stock. No logro registrar lo que pasa a continuación.
De repente, el sol me deslumbra. Me veo obligada a privar al mundo de mis relucientes ojos de mil colores un momento, tratando de recuperar todos mis sentidos.
—Dime tu nombre —exijo, aún sin poder oler bien—. Voy a...
Pero el chico ha desaparecido y ante mí solo hay un cartel de pinta muy regia, aunque cubierto de grafitis y escritos a rotulador permanente de gente nada fashion.
BIBLIOTECA DE LA
UNIVERSIDAD DE CHIKOGO* * *
Conectada al wifi público de la Biblioteca, del cual he conseguido la contraseña camelándome a uno de sus visitantes, me descargo una aplicación de esas que obligan a gente a ir en bicicleta a hacer las compras por ti y traértelas.
Media hora más tarde, le doy una propina muy generosa al ciclista (aunque el muy desagradecido hace una mueca cuando le pongo los diez centavos en la mano) y él saca de su mochila una huevera de docena.
Le hago jurar que no le dirá nada de esto a mis hermanos, pero el tipejo se aleja mascullando sinsentidos:
—¿Cómo voy a saber yo quiénes son tus hermanos? ¿Quién eres tú...?
No puedo ofenderme. Solo siento pena por el pobre ignorante.
Vuelvo a casa preparando una historia para hacer creer a mis hermanos que he ganado la apuesta. Tiene que ser plausible. Son muchos y si alguno se huele algo todos van a acabar descubriendo la verdad.
Intento peinar mi jersey peludo con los dedos, pero sigue siendo un desastre cuando llego al jardín ante mi casa.
Mientras ando por el paseo de adoquines, flanqueado por cipreses centenarios e hileras de pequeñas flores silvestres, saco el móvil para repasar mi maquillaje.
¡Horror, es cierto! Lo he dejado todo en ese muro de antes.
Paro y me escondo en un arbusto en forma de cisne. Hago lo que puedo, pero no estoy ni la mitad de deslumbrante que la mayoría de días.
Bueno, qué se le va a hacer. Llego a la entrada principal y llamo al timbre. Llevo llaves, pero nunca abro puertas, excepto en casos de extrema necesidad.
Damián acude a dejarme pasar. Aún va en pijama.
—Me has despertado —gruñe.
Miro la hora del móvil.
—¡Pero si es más de la una del mediodía!
Hace una mueca.
—Tsssssssss —sisea—. No grites tanto —de súbito levanta las cejas—. ¡Huevos! Justo lo que nos faltaba. Eres un genio.
Me planta un beso en la cabeza, me arranca la huevera de las manos y desaparece.
Un genio. Al menos alguien reconoce.
Suspiro y cierro la puerta detrás de mí. Avanzo por el vestíbulo abovedado y subo por la tercera escalinata a la izquierda, que me conducirá directamente al comedor.
Pero cuatro bloques me impiden seguir adelante.
—Enséñanos el recibo —exige Bernard.
—¿Cómo? —frunzo las cejas lo mejor que sé, de una forma monísima.
—No nos vengas con esas —se mofa Aaron—. Necesitamos pruebas.
—El recibo de tu compra —sonríe Cornelius—. Del supermercado.
A mis cejas fruncidas les añado unos morritos encantadores.
Pero no surten efecto.
—Venga, demuéstranos... —Enrique se dobla para mirarme a los ojos— que esos huevos no son comprados por Internet.
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Waterlove
HumorYo, Raymunda, influencer mundialmente conocida, tuve que ir a comprar huevos un día. Me perdí y encontré a alguien... Mi vida se puso patas arriba. ¿Será esta una historia con final feliz?